Fue desde niña un ser de constitución menuda;
de carácter alegre; ingenua y recatada. Ninguno de los reveses de la vida pudo
con ella.
Pasó su primer año en un pequeño pueblo
del País Vasco. Lisa, que así se llamaba su madre, pertenecía a una familia de
renombre de la sociedad vasca. Su prematura maternidad las relegó a madre e
hija al más puro ostracismo por parte de la familia.
Lisa sería madre soltera. A pesar de las
recomendaciones en contra, siguió adelante con su embarazo. «La llamaré
Felicidad». Lisa estaba impaciente; aquella criatura colmaría de gozo la vida de
una madre joven que se hizo mujer más pronto de lo esperado. Lisa, repudiada
por su familia, acabó acogida por unos parientes en Madrid. Buscó un oficio,
tenía que obtener ingresos para su sustento; no aceptaría la caridad de su
familia sin aportar algo a cambio.
Años después lo conoció; tuvo que
esforzarse mucho para captar su atención. Don Braulio, era un hombre riguroso
—ya entrado en años— amable y cortés; solitario y algo chapado a la antigua.
Culto e instruido, químico de formación. Era mutilado de guerra; un
desafortunado incidente en el frente lo dejó estéril, no podía concebir hijos. Lisa
vio en él su oportunidad. «Me casaré con él». No paró hasta conseguirlo. Don
Braulio nunca le confesó a Lisa su discapacidad; pero ella lo sabía.
Felicidad, cansada de ver pasar hombres
de diferente condición pretendiendo a su madre, aceptó de buen grado a Braulio
que a partir de ese día sería su padre. «Llámame papá», le dijo nada más
contraer matrimonio.
Y Felicidad fue creciendo, se convirtió
en una mujer hecha, inteligente y segura, eso sí, sin perder un ápice de candor
y sencillez; educada por un padre al que le costó aceptarla como hija. Braulio
tardó en adoptarla, lo hizo cuando Felicidad cumplió los cuarenta años. Nada de
aquel ambiente familiar algo desconcertante hizo mella en su forma de ver la
vida. Felicidad era dulce y cariñosa, y seguiría siéndolo; estaba siempre
feliz; cantaba a todas horas con una bonita y armoniosa voz; y en su línea, seguía
volcada en ayudar a los demás. No escatimaba en hacer lo imposible por resolver
cualquier circunstancia por pequeña que fuese si se lo pedían.
Su formación escolar le dio justo para
concluir el bachiller superior. Lo suyo fueron los idiomas, cosa poco habitual
en aquellos años. Hablaba y escribía correctamente el francés
y el portugués. Lo aprendió de niña en el colegio; lo perfeccionó practicando
con un par de novios que tuvo en sus años mozos, y cantando canciones en ambas
lenguas. Su cualificación le sirvió para encontrar acomodo profesional en la
Administración. Hacía traducciones y colaboraba con los departamentos de
Comunicación Internacional del gobierno de su país.
Se enamoró locamente, de Felipe, uno de
sus jefes. Lo hizo entregándose, como ella hacía siempre con todo. Pero… por
desgracia se equivocó; tardó tres años en descubrir su infidelidad. Él mantenía relación simultanea con dos
mujeres; se refería a ambas como «mi novia». Ninguno de sus compañeros quiso
sacar a Felicidad del error por miedo a poner en riesgo su puesto de trabajo.
De hecho, seguían la broma con don Felipe, a espaldas de ella, mofándose de la
ingenuidad e inocencia de la joven. Fue la última en enterarse; lo supo el
mismo día que Felipe se casó.
Algo de todo esto le tocó el corazón. Se
convirtió en una persona apocada y triste; la vida le había jugado una mala
pasada. Su amiga Paulina, compañera de trabajo, la acogió con afecto y eso que
también fue partícipe de las burlas de las que Felicidad había sido objeto.
Ella, ajena a esto, aceptó confiada su gesto. Se hicieron inseparables; entre
ellas se generó una gran complicidad. Felicidad recuperó el buen ánimo. Trabajaban
juntas, compartían amistades, viajaban en su tiempo libre, y lloraban sus
desengaños amorosos juntas.
Felicidad volvió a ser la de siempre, una
mujer alegre y confiada. Generosa, dulce y cariñosa. Hábil en su trabajo y muy
resolutiva. Amante de la buena vida, enamorada de los abalorios y los afeites. Se
coló en la vida de sus amigos y en la de la familia de Paulina; las tardes de
domingo Felicidad se incorporaba a las partidas de cartas que tenían lugar en
casa de su amiga. Ahora bien, nadie la aceptó de primeras y sin embargo todos
aprovechaban sus influencias y su impecable capacidad de gestionar asuntos
complejos. Verla siempre junto a ellos —egoístas por naturaleza— los llevó a
incorporarla como una más. Terminó haciéndose querer, sobre todo por la gente
menuda de la familia de Paulina a los que contaba cuentos, compraba chucherías
y cantaba canciones.
Hoy he ido a verla; la quiero. Se quedó
soltera; está sola, sin familia y con pocos amigos; casi todos dejaron este mundo
tiempo atrás; «eran muy mayores», me dice. —Ella jamás confesará los años que
tiene— Pero… no hay que preocuparse, Felicidad es feliz; como siempre su
actitud y modo de hacer honra su nombre. Vino al mundo para aportar lo mejor de
ella, y a nadie dejó jamás en la estacada.
Cuando estoy con ella vive y rememora
conmigo sus buenos recuerdos; te acoge jubilosa con una sonrisa. Está sorda y
he de escribir las preguntas que le hago para que pueda responderme. Siempre
hablamos de lo mismo; yo le sigo la corriente como si fuese la primera vez que
saca el tema.
Cada vez está más torpe. Va en silla de
ruedas; en absoluto se esfuerza por recuperar la capacidad de andar. Sin
embargo, ¡sigue cuidando su imagen y su aspecto como nadie! Cuando me marcho de
la residencia de mayores donde vive me despide con un sonoro beso: «¡Vuelve pronto!»,
me dice feliz, «te estaré esperando».
¡Aún
le queda mucha vida por delante! Ninguno de los reveses de la vida ha podido
con ella.
©
Caleti Marco
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