domingo, 19 de febrero de 2023

Liliana Delucchi: La mujer inalcanzable

 


Tomás, con un cigarrillo entre los dedos, duda si encenderlo o no. Le quedan pocos y no quiere malgastar uno mientras espera a Gonzalo, ya que le harán falta todos cuando ingrese al salón. Mira el reloj que parece no avanzar cuando entre la llovizna, que amenaza dejar su frac hecho un asco, ve llegar a su amigo. ¡Menos mal! Es él quien trae el dinero para las consumiciones de esa noche, Tomás ya ha gastado su asignación la semana anterior.

El local vibra con los sonidos de los cristales de las copas que se chocan y las voces de la concurrencia. El humo difumina los gestos de los asistentes, que se rompe con los focos que alumbran el escenario. El espectáculo ya ha empezado. Sin embargo aún falta para el número de Ivette. Es el último, el que cierra la función. Ella, la única, la inigualable. Aquella a quienes todos adoran, de quien pretenden una sonrisa o, los más afortunados, una caricia con el dorso de su mano por la mejilla.

La noche que Tomás conoció el establecimiento se quedó anonadado. Sus diecinueve años recién cumplidos, aunque debido a su estatura y sus modales aparentaba más, descubrieron un mundo cuya existencia desconocía. Seguramente su padre y tíos acudirían a lugares como aquel, pero no era un tema que se tratara en casa ni en su presencia.

Su escasa cultura alcohólica le estaba pasando factura con las dos copas de champagne que había bebido cuando un estruendo de luces, como si de rayos se tratara encendió el escenario. Unas señoritas con faldas muy cortas comenzaron a atravesarlo en una coreografía atrevida. La orquesta que acompañaba la danza de las jóvenes de pronto hizo un silencio solo roto por el descorrer de un telón que dejó a la vista de todos a ella: La diosa.

Ataviada con una túnica estampada sobre un fondo negro que dejaba al descubierto su hombro izquierdo, una mujer con formas de estatua griega, el cabello oscuro recogido que resaltaba su largo cuello y un abanico, avanzaba en dirección al público. Su voz, grave y cadenciosa, inició una balada cuya letra Tomás fue incapaz de comprender. No le hacía falta, la melodía despertaba en él una conmoción hasta entonces desconocida. Su incipiente borrachera desapareció al instante para dar lugar a otra, una que embotaba sus sentidos y le aceleraba el pulso.

Se pasó el pañuelo por la frente, sin saber si el calor que lo embargaba tenía su origen en lo claustrofóbico del local o en su ser. Contrariamente al resto del público que aplaudía y gritaba bravos, el joven se mantuvo inmóvil, en silencio, con la mirada fija en la imagen que llenaba el cabaret, como si nada más existiera. Solo ella, moviendo el abanico y sus caderas, con los ojos negros perdidos en un mundo más allá de un horizonte inexistente.

Desde entonces, cada noche después de cenar y con la excusa de que se retiraba a estudiar, Tomás solicitaba un coche para llegar a tiempo al espectáculo. Acabó con su asignación, sus ahorros y hasta le pidió dinero prestado a su tío Antonio a quien, por cierto, encontró una noche en el mismo lugar rodeado de amigos. Fue precisamente su tío quien se ofreció a presentarle a la dama por la que suspiraba.

Tomás se pone de pie, y casi escondido detrás de la figura algo gruesa del hermano de su padre, lo sigue hasta una mesa donde ella descansa después de su función. Está sola. Al joven le tiemblan las piernas, teme que la sequedad que siente en su boca le impida hablar, alcanza a secarse las palmas en el pantalón del frac antes de llegar hasta la silla donde está la mujer más hermosa que ha visto en su vida.

Ella le extiende una mano indolente que él simula besar y cuando levanta los ojos encuentra los de ella fijos en los suyos. Una mirada que guardará para siempre. La mano de su tío le aprisiona el hombro en un gesto de confianza antes de retirarse y dejarlos a solas. Sentados frente a frente, Tomás recordará el resto de su vida que ante semejante oportunidad solo se le ocurrió decir: «Bonito abanico».

 

© Liliana Delucchi

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