lunes, 13 de febrero de 2023

Malena Teigeiro: El aire de un abanico

 


Golpeándose sin piedad el pecho con su abanico de madera de peral, se daba aire doña Rosa. Se encontraba en la cocina revisando las vituallas que para el banquete de bodas de su hijo acababan de llegar. Marcelita, la ayudante de la cocinera, estaba poniendo las almendras en agua caliente. Qué chica, siempre tan dispuesta y ordenada. Lástima que no fuera de buena familia. Si al menos tuviera algún dinero ésta sí que sería buena mujer para el atontolinado de Paquito, su niño, pensó doña Rosa con la mirada clavada en la joven.

Cerró el abanico y acercó la mano libre a la pila de gallinas para hacer la pepitoria que se encontraban dentro un barreño. Arrugó la nariz. Había muchas blancas, y esas daban menos sabor al guiso. A ella le gustaban las de plumaje marrón, las que, como si llevaran un collar al cuello, lucían con gracia el corte en la garganta casi sin mancharse las plumas con la sangre. Marcelita metió sus dedos en el humeante barreño y como si estuviera pellizcando la carne de un amante, comenzó a apretar una tras otra las almendras soltándoles la piel. Doña Rosa admiró los desnudos brazos que se asomaban por las remangadas mangas del uniforme. Era hermosa la muchacha. ¡Lástima! Y no es que no le gustara Adelina, porque venía de familia antigua y muy bien acomodada. Además, no tenía hermanos, con lo que su hijo disfrutaría de todo el patrimonio de la familia de su mujer. Y tenía que reconocer que la niña estaba muy educada. ¡Si hasta tenía ese halo de hermosa bondad de los poco inteligentes!

En casa de la novia todo era furor y alegría. Cuando ya pensaban que la niña se iba a quedar para vestir santos, Adelina se había enamorado y se les casaba. ¡Quién nos lo iba a decir!, pensaba su abuela colgándose el abanico de una larga cadena de oro al cuello. No quería que se le olvidara. En la iglesia hacía mucho calor y tampoco quería llevarlo en la mano. Bajó la cabeza y le pasó un dedo por encima. Era el de su boda, el que tenía el varillaje de plata, y no había que olvidar los muchos chorizos que rondaban por las iglesias. La señora torció la boca en una extraña sonrisa. Qué sería de aquella casa cuando ella faltara. Miró a su nieta y aunque seria, la vio feliz. La rodeaban su madre y sus primas que intentaban abrocharle el traje blanco, el mismo con el que se habían casado su abuela y su madre, y que a ella, bajita y regordeta, parecía quedarle estrecho. Tenía suerte, le decía una. No solo se iba a casar con el rico del pueblo, sino que, además del patrimonio de sus padres, su padrino estaba a punto de irse para el otro mundo dejándola como única heredera. Si ya lo decía el refrán: La suerte de la fea la bella la desea, pensaba Dulce, una de sus primas sin dejar de sentir un pellizco de envidia.

El abanico de doña Rosa no dejaba de moverse. El rostro de su dueña estaba acalorado. En la cocina las cosas iban lentas y a ese paso jamás llegarían a tiempo. La cocinera y su joven ayudante, desplumaban con rapidez una gallina tras otra. Ahora ya no podía distinguir las blancas de las morenas. En la vida todo era igual. En cuanto le quitabas los adornos, todo era lo mismo. Volvió a mirar a Marcelita que sentada en una pequeña banqueta desplumaba una gallina entre las piernas. Tenía gracia la chiquilla. Cerró los ojos y vio la imagen de su futura nuera. No. No todo era lo mismo, porque en su caso no era igual. Ni desnudas ni vestidas, ni tan siquiera a oscuras, el hombre que las tuviera entre sus manos podría confundirlas. ¡Qué calor, Dios mío! ¡Que calor! Y volvió a fijarse en ella. Había que ver lo que era la juventud. Estaba tan fresca, vamos, que ni el calor de los fogones le afectaba. Doña Rosa, sin dejar de abanicarse, se giró y salió de la cocina cerrando la puerta.

La joven levantó la mirada. Una maligna luz apareció en sus pupilas. Aquella vieja no conocía que desde hacía seis meses casi todas las noches subía a la habitación de Paquito. Y si doña Rosa se pensaba que iba a dejar de hacerlo porque lo casara con lo boba de Adelina, iba lista. Lo tenía más que pensado. En cuanto falleciese el padrino de Adelina y heredase, con un poco de matarratas en el café del desayuno, rápida la despacharía. Y después, ya se encargaría ella de ocupar su puesto. Y se pasó la mano por la frente secándose el sudor. Ni tan siquiera pensaba dejarla disfrutar de aquella noche. A Paquito hacía tiempo que le daba infusiones de hierba angélica, hojas de damiana y de girasol. Si no, al pobre, ni se le espabilaba. Y ahora en la mesilla de noche, le dejaría a Adelina una infusión de hierba luisa, lúpulo y amapolas, que unidas a sus nervios y al cansancio del extenuante día la ayudarían a dormir. Paquito, pensó Marcelita mordiéndose el labio inferior, vas a tener la mejor y más divertida noche de bodas, y se vio en brazos de su galán con Adelina plácidamente dormida a su lado. Y mientras metía la mano en el interior de la gallina para arrancarle los menudillos, soñaba que el aire del abanico de boda de Adelina, haría volar la acariciante pluma blanca que tenía escondida en el pecho sobre la tímida y delgada espalda de su amante. Ella sí que conocía como hacerlo sentir.

Dándose la vuelta, Marcelita le entregó la última de las gallinas a la cocinera. Luego, agarró una vasija, separó las claras de las yemas de dos docenas de huevos, y comenzó a batirlas a punto de nieve. Les iba a hacer a los invitados una hermosa tarta de siete pisos que les haría recordar la boda durante toda su vida, decidió mientras añadía a la harina polvo de damiana y de girasol.

 

 

© Malena Teigeiro

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