domingo, 29 de septiembre de 2024

Cristina Vázquez: Maledicencia

 



Volvía a sentir siempre la misma emoción al llegar a un puerto. La chimenea del barco soltando sus aullidos, las voces de los marineros, las amarras deslizándose... Le llenaban de una conocida adrenalina.

Cuando por fin el atraque estaba terminado y el segundo de a bordo venía a dar cumplida cuenta de la maniobra, a Fabián le inundaba una satisfacción que no sentía en ningún otro momento. Ni con las mujeres con las que tuvo amoríos, ni en ceremonias militares, ni siquiera en la boda de su querida sobrina María Rosa. No. Nunca. Era un hombre de mar y solo en ese mar sombrío a veces, ameno otras y siempre infinito encontraba la paz, el porqué de su vida.

Lo que le llenaba de zozobra era que un día tendría que dejarlo y aunque todavía no hubiera cumplido los sesenta, sabía que los años se apilan con desventurada velocidad. Y en ese continuo ir y venir de un sitio a otro transportando mercancías era en el único lugar que podía esconder, atemperar su vergüenza. Aunque precisamente la vez en que por primera vez la vivió había sido por un barco. Una preciosa reliquia que siendo él niño le mostró ese hombre.

Cada vez que lo recordaba un rubor enardecía su cara y su corazón. Él lo llamaba rubor, pero sabía que era otra cosa. Cada vez que rememoraba el momento en que acusaron a don Augusto de pervertido, sentía un terrible ahogo en su pecho, pese a los años transcurridos. La vergüenza fue lo peor. Desde entonces él se había quedado inútil, disminuido, nunca supo qué apelativo aplicarse.

Don Augusto era un aristócrata maduro y desilusionado que se había retirado a la preciosa villa que dominaba la ensenada donde se levantaba el pueblo. Su familia iba de visita en verano, aparecían dos coches grandes, como de película, que levantaban polvareda al atravesarlo y a los que todos miraban con envidia fascinada. ¡Bah! Gente rara, era el comentario de los lugareños, aunque él fuera un hombre generoso y educado. Cumplía con la misa dominical, dejaba buenos dineros a la iglesia y para las fiestas anuales de las que participaba con lejana complacencia. Tenía su rutina, el aperitivo con el alcalde, largos paseos con algún amigo y salir a navegar en su pequeño velero que él mismo tripulaba.

A Fabián siempre le gustó el mar: bañarse, ir con su padre a pescar en la pequeña barca, coger cangrejos y rondar por el puerto admirando barcos. Era entonces un joven de doce años, alto y espigado, con la inocencia propia de un niño más pequeño. Saludaba a don Augusto cuando le veía en su velero, pequeño, pero de diseño exquisito. Al reconocer el entusiasmo del chico por los barcos le invitaba a subir para inspeccionarlo.

Cuando llegó el verano don Augusto animó a Fabián a que fuesen a navegar y salieron varias veces. El padre no entendía por qué se iba con ese señor si ni siquiera le pagaba como grumete, y torció el gesto con una expresión de repugnancia.

—Ojo con los viejos y ricachones —advirtió—. O sacas algo a cambio o si no a ver cómo justifico las habladurías.

El chico no entendió a qué se refería el padre.

—Don Augusto me enseña a navegar —argumentó compungido—, y he visto un tesoro escondido.

Miró de frente al padre, un barco en el fondo del mar. Este afirmó que eso eran tonterías, nunca se encontró un barco hundido en esa costa. Él lo había visto con sus propios ojos, juró Fabián. El velero tenía en el suelo una lupa grande para poder ver el fondo. Y ahí estaba el barco. El padre, con el gesto torcido, exigió al hijo que si salía con el viejo que este le pagara.

Empezó a salir a escondidas, le avergonzaba pedirle dinero, además él era generoso, le regalaba mapas, instrumentos de navegación, libros de aventuras. Tenía la seguridad de que sería un gran marino y que algún día conseguiría rescatar ese pecio, que así se llamaban los barcos que guardaban tesoros escondidos en sus tripas, afirmaba don Augusto.

Una mañana transparente del mes de julio estaban cerca de una gruta con el velero anclado. Fabián tomaba el sol en traje de baño en la cubierta y don Augusto se protegía de la brillante luz en la popa, cuando un ruido de motores alteró la paz de la mañana. Aparecieron dos lanchas de la Policía a llevarse al señor. Tenían una denuncia contra él por ser corruptor de menores.

Nunca olvidaría Fabián su sumisión. El hombre no opuso ninguna resistencia, le miró largamente y se subió a la lancha. Un policía pidió al chico que se vistiera y puso rumbo a puerto. Preguntó qué era lo que pasaba, no entendía nada, don Augusto siempre fue bueno con él, por qué se lo llevaban como a un ladrón. El policía solo contestó que estuviera tranquilo, ya había pasado el peligro. Se quedó anonadado, hecho un ovillo durante toda la travesía de vuelta. Tampoco olvidaría cuando llegó a puerto el círculo de personas, con su padre al frente, que estaban esperando. Y la vergüenza cayó sobre él como una invisible capa.

—Aquí le traigo el chico a salvo—anunció orgulloso el policía.

Pasados muchos años comprendió la expresión de secreto regocijo de los que ahí se reunieron. Unos mostraban conmiseración y otros burla. Siempre tuvo la duda de si hubiera cobrado dinero a don Augusto, quizás no habría sucedido. Todo fue un montaje de envidia y maledicencia. Él sabía que nunca había pasado nada, y que el único sitio donde estaría a salvo sería en el mar, lejos de esa gente y de esa tierra torva y aprovechada.

© Cristina Vázquez

No hay comentarios:

Publicar un comentario