En el colmado del tío Genaro
había todo lo que un niño podría desear. Y mi amigo Manolito era uno de esos
niños. La mercancía estaba tan abigarrada que nadie, ni siquiera él, podría
saber a ciencia cierta, lo que, en verdad, quería.
Al ir para el colegio, cada
mañana, allí se paraba, tras dar los buenos días preguntaba al anciano vendedor
lo que podía comprar con un centavo. Era su paga del mes y tenía que
administrarla.
El tío Genaro ni siquiera se molestaba en contestar. Sacaba tres patatas, tres zanahorias, tres cebollas y lo ponía en la esquina derecha del mostrador.
—Elige.
A Manolito se le iban los
ojos para la carne, los tomates, el aguacate.
—Lo pensaré —contestaba.
Así desde el día primero de
mes hasta el día treinta o treinta y uno Manolito miraba, remiraba, manoseaba, hasta
que por fin decidía qué comprar. Para no engañar, pensaba Genaro, en febrero la
decisión la tomaba el veintiocho o veintinueve, si era bisiesto. Y le cobraba
el centavo.
Pero, lo bonito, lo que
esperaba con ansia aquel niño esmirriado era que una, dos o tres veces a la semana,
por sorpresa, aquel hombre con mirada tenebrosa y encías medio deshabitadas
dejaba caer un trozo de pan, dos lascas de chorizo y un plátano: Si lo quieres,
ahí lo tienes. Regalo de la casa. Y Manolito arramplaba con todo, le daba las
gracias cientos de veces, su madre le decía que tenía que ser educado y se iba corriendo
al colegio. Aquel día, merendaba.
© Marieta Alonso Más
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