Mi gato se llama Pelusa y aunque en casa somos muy humildes, el felino, observa mi mamá, nos ha salido pijo. Yo no sé qué quiere expresar con eso pero por el tono en que lo dice debe ser algo muy feo.
No le gustan las sardinas, ni los tejados, ni los ratones y se pasa el día en el patio recostado sobre su lomo con una pata en la cabeza, tomando el sol.
Nosotros en casa somos obreros, eso lo proclama mi papá y no podemos comprarle mi gato el distintivo que pretende, con su nombre grabado, ni el mejor pienso, ni que el arenero, como tan fino le llama, sea de plata.
Pelusa duerme a los pies de mi cama y allí me senté para dialogar con él. No debía pedir cosas de plata, intenté convencerlo y me contestó con un maullido que él no quería que fuera de plata sino de oro, si es que no nos enterábamos, el latón le daba alergia, necesitaba que fuera de un metal precioso para el bien de su salud y de su futuro porque la gata que tenía en mente vivía en una urbanización de lujo y la primera impresión era muy importante para conquistarla. Él no estaba para sufrir vicisitudes y mucho menos vivir en la miseria, me dijo mientras se lamía una pata.
Tras ese largo discurso me persuadió por completo, pero mi papá ha dado un ultimátum y ha dicho que si Pelusa no se dedica a su oficio, que es el de cazar ratones, nos tendremos que librar de él. Yo estoy en un sin vivir porque mi padre dice que de esta noche no pasa. Si no trabaja le va a poner veneno en la comida, no quiero ni pensarlo, por eso me he sentado en un rincón a llorar.
Pelusa se ha echado en mi regazo y le he explicado muy despacio que si mis padres le daban todo lo que pedía, él se marcharía con la gatita rica y yo le perdería para siempre; por otro lado, si él no aceptaba cazar ratones, mi padre se desharía de él, así que de cualquiera de las dos formas yo no podría tenerle a mi lado. Y él era lo más importante que tenía.
Mi gatico se puso en actitud pensante. De pronto, saltó por la ventana y cuando yo me asomé ya no le vi. Pensé que me había abandonado para siempre y sentí tal dolor que grité, pataleé, dije a mis padres que eran malos y que no les quería. Mi mamá me acarició la cabeza, me dio un beso, me sonó las narices pero como yo seguía gritando, me dio unos azotes en el culo y me mandó hacer los deberes.
Pelusa estuvo todo un mes fuera de casa y cuando regresó lo hizo con una bolsa pequeña de cuero llena de monedas y se la entregó a mi padre. Le dio la espalda de una forma muy digna y se abalanzó a mi cuello con sus dos patas delanteras al tiempo que ponía a descansar su cabeza en mi hombro. Yo le apretaba muy fuerte y reía. Mi padre le exigió explicaciones pero no se las quiso dar. Mi papá y mi mamá abrieron la bolsa y allí encontraron el sueldo de un mes. Tanto dinero hizo dudar a mis padres pero al fin como la taleguilla traía el nombre de una fábrica de harinas mi padre se dirigió allí para devolver lo que no era suyo.
Mientras tanto, Pelusa me explicó que había roto relaciones con la gatita de lujo y que había tomado ciertas decisiones muy importantes en su vida porque yo era el único acreedor de su cariño. Lo que dejó bien claro es que continuaría siempre con sus convicciones de no ser un esclavo de nadie y que lo mejor que podría hacer mi madre era hablar con mi padre para que le diera un puesto de relevancia en nuestra casa. Y dicho esto se atusó el bigote.
Cuando mi padre regresó traía de vuelta el dinero porque el dueño de la fábrica de harinas le había dicho que eso era el pago por los trabajos que Pelusa había realizado. No cazó a los ratones que pululaban por el almacén pero subido en un saco les endilgó una charla de maullidos tan convincente que los ratones asustados se habían ido a otra parte y no habían regresado desde entonces. Luego recostado en el mejor sillón de su oficina, había ido dando órdenes con la pata derecha al chico de los recados y el dueño asombrado no daba crédito cuando vio su fábrica tan ordenada como nunca lo había estado. Y en reciprocidad a tanta organización puso en nómina a Pelusa.
Mi padre miraba a Pelusa con respeto y mi madre tomó en brazos a mi orgulloso gato y acariciándole el lomo le decía:
-¡Qué equivocada estaba! ¡Tú no eres un pijo! ¡Tú sirves para adalid! ¡Convences sin esforzarte!
Y desde entonces, gracias a mi gato, la miseria salió corriendo por la puerta de nuestra casa y no la hemos vuelto a ver.
© Marieta Alonso Más
¡Hola, querida Marieta!
ResponderEliminarAcabas de recibir el premio Liebster Blog Award. Míralo aquí: http://elbucleazul.blogspot.com.es/2012/09/premio-liebster-blog-award.html
¡Un beso enoooooorme, preciosa!
*=)
¡¡¡ENHORABUENA MARIETA!!! por ese premio merecido a tu esfuerzo, ilusión y al ánimo que contagias a todos los que te rodean/rodeamos. Me alegro mucho, mucho, mucho. De corazón.
ResponderEliminarCarmen Dorado
Mi enhorabuena por tu premio!!
ResponderEliminarUn abrazo!