sábado, 23 de diciembre de 2017

Brújulas y Espirales: Emmanuel Carrère "El bigote"

Blog Literario de Francisco Martínez Bouzas

"EL BIGOTE", UNA PESADILLA KAFKIANA




El bigote

Emmanuel Carrère

Traducción de Esther Benítez

Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 179 páginas


   Emmanuel Carrère, escritor, cineasta y realizador de televisión es conocido sobre todo por sus novelas no ficcionales cercanas al reportaje novelado. El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas o Limovov. Mas en el haber escritorial del narrador parisino hay un período estrictamente ficcional en el que publicó varias novelas de pura ficción, originadas exclusivamente en su imaginación. Entre ellas, La moustache (1986) que Anagrama nos ofreció en español en el pasado otoño con el título de El bigote en traducción de Esther Benítez.

   El bigote es aparentemente y durante buena parte de su desarrollo una novela limpia, ingenua, costumbrista, “retórica negativa” como se ha escrito, que pretende ser real, aderezada con pinceladas de humor. Difícilmente se le ocurrirá al lector imaginar el inquietante y espeluznante desenlace que convierte a esta pieza en una verdadera pesadilla, una historia de terror con tintes psicóticos.

   El punto de partida desde el que arranca la novela, es una situación disparatada que el protagonista ni comprende ni encaja. El hecho de cortarse el bigote, un hecho nimio, intranscendente, sin que nada advierta ningún cambio ni diga nada. Efectivamente, un hombre, un exitoso arquitecto, que lleva años luciendo bigote, se lo afeita con el propósito de darle una sorpresa a su mujer con la que convive desde hace cinco años. Mas ante la nueva imagen del esposo, ella no reacciona, es más, niega que haya lucido bigote en algún momento. La sorpresa y el desconcierto aumentan en la mente del personaje cuando tampoco sus amigos advierten en él cambio alguno. Y a partir de aquí, a pesar de que Carrère sigue contándonos una historia de amor con sus glorias y flaquezas, todo se complica, porque la broma va a dar lugar a una situación peligrosa. Por las páginas de la novela comienzan a dejarse sentir los vientos de una historia de intriga criminal, un descenso al infierno psicótico, a una delirante paranoia.

   Son esos los vericuetos por los que deriva la narración y que el lector jamás esperaría en un planteamiento inicial aparentemente pueril e intranscendente. Pero Carrère tiene la habilidad de hacernos palpable cómo el hecho de la desaparición de un bigote y la subsiguiente “broma estúpida” desencadenan una verdadera tempestad que se colorea de tintes kafkianos,  se carga  de fantasmas, irracionalidad y horror al más puro estilo gore.   Será en efecto una bárbara sangría la que restaura el equilibrio (“aplacado por la certeza de que ahora todo había terminado, estaba en orden”, página 179).

   Novela profundamente inquietante, con un final espeluznante y sin retorno para poner fin a un vertiginoso naufragio de los racionamientos, originado por una chiquillada de adulto.

   Un narrador omnisciente conduce hábilmente la historia, dosificando la tensión a medida que avanza el relato hasta desembocar  en el brutal desenlace de una demencia cotidiana que surge sin un porqué, y que trastorna la vida de los protagonistas. Narración lineal, sin piruetas estructurales que dificulten la lectura de una historia con inicios triviales y en la que parece que nada va a suceder, pero en la que la maestría narrativa de Emmanuel Carrère, con un discurso ágil, rítmico, va atrapando al lector al que sumerge en los rutas mentales de una persona cuyo centro de gravedad oscila entre la cordura y la locura. Sin apenas darnos cuenta, entramos en la demencial lógica interna del protagonista y, contagiados de su locura, recorremos su calvario hasta el horror absoluto.

   El estilo de la prosa, claro y preciso, propio de un narrador que sabe, no solamente desarrollar la estructura de una historia, sino también contarla, se va acomodando en sus cadencias a las sacudidas emocionales de una trama kafkiana y a la atmósfera  paranoica que se va creando, especialmente en la segunda mitad del relato. El bigote no es la mejor novela de Carrère; quizás tampoco lo sea entre esas novelas secundarias, ficcionales, de las que el escritor parece haber renegado. En mi opinión sobran posiblemente algunas secuencias del delirante periplo asiático al que la demencia conduce al protagonista. La novela es, sin embargo, es una muestra perfecta de cómo, a partir de una broma intrascendente, se puede desembocar narrativamente en el desasosiego de una perturbación absoluta. Emmanuel Carrère es uno de esos  narradores que gozan del don y de acuidad necesaria para lograr ese “milagro narrativo”.


Francisco Martínez Bouzas



                                                     
Emmanuel Carrère

Fragmentos


“Dócilmente, sin pedir explicaciones, ella interrumpió el gesto. Después hablaron, apretados uno contra otro bajo la manta, hasta la madrugada. Ella dijo, aunque él ya lo sabía, que no le estaba tomando el pelo. Lo juró, y él contestó que no tenía necesidad de jurarlo, que estaba seguro de ello, aunque ese tipo de cosas entrara en sus costumbres. En sus costumbres, sí; pero no con él, no así, no esta vez, era preciso que él la creyera, que ella lo creyera. Claro que se creían, ellos se creían de veras, pero entonces, ¿qué creer? ¿Qué se estaba volviendo loco? ¿Qué se estaba volviendo loca? Se apretaban con más fuerza al atreverse a decir eso, se lamían, sabían que era preciso no parar de hacer el amor, de tocarse, si no, ya no podrían creerse, ni siquiera hablar de ello. A la mañana siguiente, si se separaban corrían el riesgo de recomenzar, dudarían de nuevo el uno del otro.”


…..


“Ningún poder del mundo podía defenderlo de esa versatilidad, ni siquiera el ritmo tranquilizador de las travesías en trasbordador, del cual presentía que pronto iba a cansarse. Por lo menos los locos del villorrio, o de los manicomios, tenían como aliado el atontamiento provocado por las medicinas: éste regulaba el péndulo, circunscribía su movimiento, como un trasbordador interior nunca cansado de ir y venir, apaciblemente, en sus cerebros embotados. El motor no estaba gripado, carburaba con las píldoras, las grageas, las cápsulas cotidianas, más seguras aún que las piezas de cincuenta centavos porque siempre había alguien para administrarlas. Se acordaba incluso de la confesión de una aldeana que explicaba ingenuamente al reportero que la ventaja, con aquellos enfermos, consistía en que eran incurables, y por tanto en la seguridad de quedárselos de por vida, de tener hasta su muerte la modesta mina arañada de su manutención. Casi los envidiaba por estar tan descargados de toda responsabilidad, fuera de alcance.”


(Emmanuel Carrère, El bigote, páginas 59-60, 145-146)

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