Blog Literario de Francisco Martínez Bouzas |
"EL BIGOTE", UNA PESADILLA KAFKIANA
Emmanuel Carrère
Traducción de Esther Benítez
Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 179 páginas
Emmanuel Carrère, escritor,
cineasta y realizador de televisión es conocido sobre todo por sus novelas no
ficcionales cercanas al reportaje novelado. El
adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas o Limovov. Mas en el haber escritorial del narrador parisino hay un
período estrictamente ficcional en el que publicó varias novelas de pura ficción,
originadas exclusivamente en su imaginación. Entre ellas, La moustache (1986) que Anagrama nos ofreció en español en el
pasado otoño con el título de El bigote
en traducción de Esther Benítez.
El
bigote es aparentemente y durante buena parte de su desarrollo una novela
limpia, ingenua, costumbrista, “retórica negativa” como se ha escrito, que
pretende ser real, aderezada con pinceladas de humor. Difícilmente se le ocurrirá
al lector imaginar el inquietante y espeluznante desenlace que convierte a esta
pieza en una verdadera pesadilla, una historia de terror con tintes psicóticos.
El punto de partida desde el que arranca la
novela, es una situación disparatada que el protagonista ni comprende ni encaja.
El hecho de cortarse el bigote, un hecho nimio, intranscendente, sin que nada
advierta ningún cambio ni diga nada. Efectivamente, un hombre, un exitoso arquitecto,
que lleva años luciendo bigote, se lo afeita con el propósito de darle una
sorpresa a su mujer con la que convive desde hace cinco años. Mas ante la nueva
imagen del esposo, ella no reacciona, es más, niega que haya lucido bigote en
algún momento. La sorpresa y el desconcierto aumentan en la mente del personaje
cuando tampoco sus amigos advierten en él cambio alguno. Y a partir de aquí, a
pesar de que Carrère sigue contándonos una historia de amor con sus glorias y
flaquezas, todo se complica, porque la broma va a dar lugar a una situación peligrosa.
Por las páginas de la novela comienzan a dejarse sentir los vientos de una
historia de intriga criminal, un descenso al infierno psicótico, a una
delirante paranoia.
Son esos los vericuetos por los que deriva
la narración y que el lector jamás esperaría en un planteamiento inicial
aparentemente pueril e intranscendente. Pero Carrère tiene la habilidad de
hacernos palpable cómo el hecho de la desaparición de un bigote y la
subsiguiente “broma estúpida” desencadenan una verdadera tempestad que se colorea
de tintes kafkianos, se carga de fantasmas, irracionalidad y horror al más
puro estilo gore. Será en efecto una bárbara sangría la que
restaura el equilibrio (“aplacado por la certeza de que ahora todo había
terminado, estaba en orden”, página 179).
Novela profundamente inquietante, con un
final espeluznante y sin retorno para poner fin a un vertiginoso naufragio de
los racionamientos, originado por una chiquillada de adulto.
Un narrador omnisciente conduce hábilmente la
historia, dosificando la tensión a medida que avanza el relato hasta desembocar
en el brutal desenlace de una demencia
cotidiana que surge sin un porqué, y que trastorna la vida de los
protagonistas. Narración lineal, sin piruetas estructurales que dificulten la
lectura de una historia con inicios triviales y en la que parece que nada va a
suceder, pero en la que la maestría narrativa de Emmanuel Carrère, con un discurso
ágil, rítmico, va atrapando al lector al que sumerge en los rutas mentales de
una persona cuyo centro de gravedad oscila entre la cordura y la locura. Sin
apenas darnos cuenta, entramos en la demencial lógica interna del protagonista
y, contagiados de su locura, recorremos su calvario hasta el horror absoluto.
El estilo de la prosa, claro y preciso,
propio de un narrador que sabe, no solamente desarrollar la estructura de una
historia, sino también contarla, se va acomodando en sus cadencias a las sacudidas
emocionales de una trama kafkiana y a la atmósfera paranoica que se va creando, especialmente en
la segunda mitad del relato. El bigote
no es la mejor novela de Carrère; quizás tampoco lo sea entre esas novelas
secundarias, ficcionales, de las que el escritor parece haber renegado. En mi
opinión sobran posiblemente algunas secuencias del delirante periplo asiático
al que la demencia conduce al protagonista. La novela es, sin embargo, es una
muestra perfecta de cómo, a partir de una broma intrascendente, se puede
desembocar narrativamente en el desasosiego de una perturbación absoluta.
Emmanuel Carrère es uno de esos narradores que gozan del don y de acuidad necesaria
para lograr ese “milagro narrativo”.
Francisco
Martínez Bouzas
Fragmentos
“Dócilmente,
sin pedir explicaciones, ella interrumpió el gesto. Después hablaron, apretados
uno contra otro bajo la manta, hasta la madrugada. Ella dijo, aunque él ya lo
sabía, que no le estaba tomando el pelo. Lo juró, y él contestó que no tenía
necesidad de jurarlo, que estaba seguro de ello, aunque ese tipo de cosas entrara
en sus costumbres. En sus costumbres, sí; pero no con él, no así, no esta vez,
era preciso que él la creyera, que ella lo creyera. Claro que se creían, ellos
se creían de veras, pero entonces, ¿qué creer? ¿Qué se estaba volviendo loco? ¿Qué
se estaba volviendo loca? Se apretaban con más fuerza al atreverse a decir eso,
se lamían, sabían que era preciso no parar de hacer el amor, de tocarse, si no,
ya no podrían creerse, ni siquiera hablar de ello. A la mañana siguiente, si se
separaban corrían el riesgo de recomenzar, dudarían de nuevo el uno del otro.”
…..
“Ningún
poder del mundo podía defenderlo de esa versatilidad, ni siquiera el ritmo
tranquilizador de las travesías en trasbordador, del cual presentía que pronto
iba a cansarse. Por lo menos los locos del villorrio, o de los manicomios, tenían
como aliado el atontamiento provocado por las medicinas: éste regulaba el péndulo,
circunscribía su movimiento, como un trasbordador interior nunca cansado de ir
y venir, apaciblemente, en sus cerebros embotados. El motor no estaba gripado,
carburaba con las píldoras, las grageas, las cápsulas cotidianas, más seguras aún
que las piezas de cincuenta centavos porque siempre había alguien para
administrarlas. Se acordaba incluso de la confesión de una aldeana que
explicaba ingenuamente al reportero que la ventaja, con aquellos enfermos,
consistía en que eran incurables, y por tanto en la seguridad de quedárselos de
por vida, de tener hasta su muerte la modesta mina arañada de su manutención.
Casi los envidiaba por estar tan descargados de toda responsabilidad, fuera de
alcance.”
(Emmanuel Carrère, El bigote, páginas 59-60, 145-146)
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