Para Rodrigo, mi hijo.
Rodrigo paseaba sin un rumbo fijo por las distintas
atracciones. Veía a sus compañeros brincar como locos en las camas elásticas,
trepar y deslizarse por el castillo de Bob Esponja, dar vueltas y más vueltas
en el circuito de coches de choque y, a su amiga Carmen, saludarlo desde la noria
al mismo que tiempo que componía una mueca de vértigo.
Se lo estaban pasando en grande, menos él. Parecía que todo le aburría; que ya había hecho esas cosas desde hacía millones de años y no era capaz de disfrutar como antes. Al fin y al cabo, ya casi iba a cumplir los 10. Ya no era un niño-niño, ahora iba camino de niño-preadolescente. Se lo había dicho su madre. Y esa era la razón de que le ocurriesen cosas un poco... raras.
Ahora le importaba, y mucho, el corte de pelo que le hacía el peluquero y si el peinado le quedaba bien o no. Había descubierto que, si se ponía un pantalón negro, no debía ponerse una camiseta azul oscuro —¡que no casaban bien!, le había dicho su padre—. No tenía ni idea qué tenían que ver los colores con los maridos y las mujeres, pero le hizo caso. Además, llevaba unos meses perfumándose con una colonia que le había regalado su abuelo y, Diana, una chica de su clase muy amable, le había dicho:
«¡Qué bien hueles, Rodri!». Y le había gustado.
Un día le contó a su abuela muy muy bajito, pues le daba mucha vergüenza, que había soñado con... ¡No, no lo iba volver a contar! Era un secreto secretísimo.
Ah, y encima, ¡empezaba a gustarle la lechuga!; pero, no el tomate, ¿eh? ¡Eso nunca!
Por lo que esa excursión de fin de curso, que había esperado emocionado desde que había sido anunciada, estaba siendo un auténtico rollazo.
Deambuló por las distintas casetas y vio algo que le llamó la atención. Un señor viejísimo, que estaba sentado en una silla de plástico. Llevaba una gorra y en sus manos tenía un trozo de madera que iba dándole forma con una navajita; parecía un caballo. Lo primero que pensó:
«¡Un cuchillo! Aléjate de ahí. ¡Peligro, peligro!»
Pero entonces, el hombre levantó la mirada, sonrió y siguió con su trabajo. Y la curiosidad venció al preadolescente-niño, aburridísimo y confuso, de todas las cosas que ya no sentía y las nuevas que aparecían cada día, como si fuese magia.
Se quedó parado, mirando al hombre durante un rato. Se dio cuenta de que estaba al lado de una atracción cochambrosa. No sabía cómo describirla. Nada de luces, ni movimiento, ni vagones. Era como una especie de pasillo de lona, cerrado por todas partes, excepto por una rendija en la parte frontal, que parecía ser la entrada. En la parte de arriba, con letras escritas a mano, había un cartel que ponía:
“ENTRA Y DESCUBRE A LA CRIATURA MÁS MARAVILLOSA DEL MUNDO”
«¿La criatura más maravillosa del mundo estaba ahí dentro? —se preguntó Rodrigo, sorprendido— ¿Y la tenía ese señor tan tan... extraño?»
Volvió a mirar al hombre, a la navaja, al caballito —que ya solo le faltaba la cola— y releyó aquel mensaje que le había intrigado.
El viejo se levantó de repente y él dio un respingo. Vio como entraba en la atracción y volvía a salir con algo en la mano. ¿Parecía una correa? Miró a su alrededor para buscar a algún profesor, tal vez, para asegurarse de que no tenía nada que temer, pero no vio a nadie. Sus padres y sus abuelos estaban lejos de allí y sus mejores amigos se estaban partiendo de risa en una atracción que era su favorita el año pasado.
Solo estaba él para decidir qué hacer. Despacio, se acercó al hombre.
—¿Puedo entrar?
Como no obtuvo respuesta, se meneó y se puso algo colorado, pues notó que le ardían las mejillas.
«A lo mejor no me ha oído—pensó—A las personas mayores, a veces, hay que gritarles un poco»
Cogió aire para volver a preguntar, esta vez con más decibelios, pero el hombre volvió a echarle un vistazo y el aire se le escapó entre los dientes.
Sus ojos parecían a los de las águilas, que había visto en una asociación que curaba a animales salvajes, y que fue a visitar en el trimestre anterior.
—¿Estás seguro? —le oyó preguntar, con una voz sorprendente clara, que contrastaba con los surcos que modelaban su cara y que parecían ser la suma de todas las expresiones que habían quedado impresas a lo largo de su vida.
Rodrigo le contestó que sí, con un movimiento de cabeza.
— Toma —le dijo, dándole una linterna—. Solo una condición: no puedes volver atrás. Tienes que seguir adelante hasta el final. ¿Aceptas?
—Sí —contestó, con más seguridad de la que albergaba en su interior.
—Pues, hala —zanjó el anciano, abriendo la rendija y desvelando un atisbo de lo que le esperaba; parecía tan oscuro como la guarida de un oso.
Rodrigo encendió la linterna y vislumbró el estrecho pasillo que tenía frente a él. Caminó despacio, con la mano libre tocando una de las paredes, mientras movía el pequeño foco de luz, hacia todas partes, ansioso por conocer lo que había delante de cada paso.
Notaba los latidos de su corazón llenando el silencio de aquel lugar, donde no sabía muy bien por qué había decidido entrar.
¿Y si hubiera una criatura salvaje y se lo comía? ¿Y si aquel hombre era un secuestrador de niños?
Quiso llorar, lo quiso; pero, no lo hizo. Su mano tropezó con algo que estaba colgado en la pared y, al dirigir hacia allí la linterna, pudo ver que se trataba de un desgastado letrero de madera, que con dificultad podía leerse:
“LOS VALIENTES SIGUEN ADELANTE AUNQUE TENGAN MIEDO”
Se sorprendió mucho, ¿cómo podían saber lo que estaba sintiendo? Y antes de encontrar alguna respuesta, el pasillo se estrechó tanto, que casi no podía pasar, y después, tuvo que agacharse, pues el techo se hizo muy bajito y le obligó a tumbarse en el suelo. Allí había otro cartel, tan desvencijado como el anterior que ponía:
“YA ESTÁS A LA MITAD ¿VAS A VOLVERTE AHORA?”
—¡Pues claro que no! —gritó.
Se mordisqueó un labio y siguió; esta vez, con un poquito más de coraje. Hasta que llegó a un recodo, donde pudo estirarse en toda su altura, y que llevaba a una pequeña estancia circular, que estaba levemente iluminada. En el fondo, unas cortinas oscuras, tenían pintado el siguiente mensaje:
“HAS LLEGADO A TU DESTINO. LA CRIATURA MÁS MARAVILLOSA DEL MUNDO TE ESPERA”
—¡He llegado! —exclamó con entusiasmo.
Primero, dio un salto de alegría y, después, le asaltó la duda.
¿Correría algún peligro? ¿Le daría miedo? ¿Estaba seguro que quería conocer ese misterio?
Enseguida encontró las respuestas: ¡No lo sabía!, ¡Le daba igual y ¡Sí!
Abrió la cortina y… lo que encontró, no era lo que esperaba. ¡Le habían timado!
No tenía dos cabezas, ni seis brazos, ni era peludo, ni tenía garras, ni pies grandes, ni siquiera bigotes. Bueno, alguna pelusilla, tal vez. Era más bajo de lo que él había imaginado, sus extremidades eran largas y hacían un curioso contraste con su delgado cuerpo, aún algo infantil.
Vio los ojos de su padre, los labios de su madre, el pelo color miel de su abuela y las orejas de su bisabuelo.
Tocó su imagen reflejada en aquel espejo enorme y se sintió muy desilusionado.
Terminó sentado en el suelo. Al fin y al cabo, allí se estaba fresquito y envuelto en esa penumbra amiga, después de tanta emoción, se sintió en calma. Volvió a contemplarse; está vez, con otros ojos.
Después de un rato, se levantó y se dirigió a la salida.
El anciano estaba esperando, le tendió el caballito y dijo:
—Para que nunca olvides quién eres.
Unos instantes después, se encontró con su mejor amigo.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Sergio.
—Por ahí.
Rodrigo bajó la mirada, metió la mano en su bolsillo, palpó la figurita y sonrió. Solamente, sonrió.
© Blanca de la Torre Polo.
Muy bonito.
ResponderEliminarNo debemos hacerlos crecer tan deprisa pero al mismo tiempo ellos deben luchar sus batallas
Así serán más fuertes
Impresionante el cuento
Gracias, Julián. Me alegro mucho que te haya gustado. Ser padre y madre es todo un desafío, pero ser hijo/a también tiene su miga.
EliminarPura magia
ResponderEliminarQuien no fue alguna vez un niño soñador , tal vez nos haga recordar nuestra infancia y nuestros sueño , o tal vez nos haga soñar.
Solo me queda, recomendarlo y que los sueños sigan ahi y nunca se vayan en ese ricon de nuestar infancia tan querida.
Un saludo y hasta el proximo cuento
Y, tal vez, mirarnos al espejo, sin prisa, con los ojos de las personas que nos quieren. Muchas gracias, Anul; y hasta el próximo cuento.
EliminarEsta Genial Blanca, ya es la tercera vez que intento escribir el comentario porque se me iba internet pero quería y aquí estoy por tercera vez. Leer tus cuentos me hace pensar mucho en el mindfullness. Eso de ser consciente de lo que percibimos. Así al leer tu cuento me he metido en la piel de Rodrigo, escribes muy bien Blanca. En fin quien no recuerda las primeras nocheviejas con amigos. Está claro que ocasionalmente disfrutamos o no de un cumpleaños, un viaje, una excursión. Las primeras veces siempre son especiales, pero porqué no disfrutar o percibir también ese agua fresquita por las mañanas al lavarnos la cara, ese sabor de ese alimento en la boca, ese aire en la cara cuando montas en bici o en patinete. ¿Estarán siendo conscientes los niños de esas sensaciones que perciben con sus sentidos? Ojalá si, espero que no estén demasiado extresados con actividades, adormecidos con pantallas o tan llenos de juguetes que la cursiodad natural que deberían tener ni siquiera esté. En fin un besazo Blanca y quedo a la espera de tu próximo cuento.
ResponderEliminar¡Hola María! Primero, gracias por tu perseverancia. Segundo, agradecerte la lectura del cuento y tu reflexión. Con respecto a esto último, es cierto que la infancia de hoy en día está saturada de estímulos. Disponen de muchas cosas y todo a la velocidad del rayo. A veces, vuelvo a ver dibujos animados o series que veía de pequeña, con mi hermana, y me digo: "qué lento va todo". Después, me doy cuenta que soy yo quien va demasiado rápido. Me queda la esperanza de que aunque los niños no son tan conscientes de su disfrute del día a día, las sensaciones sí que quedan almacenadas en su interior y pueden ser unos buenos cimientos para sostener sus fortalezas y su felicidad en su edad adulta. Un abrazo y hasta el próximo relato.
ResponderEliminarQué bien estaría que nuestros hijos tuvieran ese espejo para creerse lo que vemos los demás. A menudo los complejos y las inseguridades recorren con ellos mucha parte de su camino.Confío que el tiempo les regale amor propio, confianza y valor para volar sin miedos.
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