Pintado en 1807 por Jean-Auguste-Dominique Ingres |
Tras dejar la mesa en la que había estado almorzando,
Marius emprendió camino hacia el otro lado de la ciudad. La tarde, aunque
apacible, empezaba a cubrir el cielo de nubarrones y al joven se le antojó que
su travesía no iba a ser lo rápida que imaginara.
En medio del puente le pareció escuchar unos pasos que
se acercaban; giró la cabeza en busca del dueño, pero la densidad de peatones
le hizo imposible detectar si lo seguían. Sostenía el libro con su mano
temblorosa, mientras unas gotas de sudor le mojaban el cuello.
El monasterio parecía cada vez más lejano, su caminar
más lento y el volumen más pesado. Un banco a orillas del parque lo invitó a
calmarse. Una niñera con un carrito de bebé le hizo compañía, mientras él ojeaba
los dibujos que cubrían, una a una, las páginas que con tanto celo acariciaba.
Charles Lauzun era su amigo. Habían crecido juntos en
medio de las olas de pálido morado que cubrían las colinas de Aix-en-Provence;
el olor a lavanda y a heno formaban parte de su infancia, junto con los sueños
de llegar a ser grandes en la pintura.
Charles fue el primero en partir y su talento encontró
el eco que esperaba entre los artistas. Le escribía largas cartas en las que
relataba su vida entre novelistas y poetas; tertulias con sabor a vino y
discusiones hasta el amanecer. Cada tanto le enviaba un dibujo nacido de su
mano firme y su perspicacia para atrapar hasta lo más nimio. Deja el pueblo, le
decía, tu lugar está aquí, con los nuestros. Pero, cuando finalmente se decidió,
Marius pudo comprobar que el sitio no era tan grande como para albergarlos a
todos. El camino hacia la gloria se estrechaba, solo unos pocos podían seguir
por esa senda y comprendió que sus pasos no lo llevarían a compartir la cumbre
con su antiguo compañero de infancia.
Vivir en la gran ciudad era cada vez más caro y un
anochecer que se encontraba apurando una copa de vino, un hombrecillo con un
abrigo raído se le acercó. Solo tenía que conseguir el libro con los primeros
bocetos de Lauzun y sus apuros financieros tocarían a su fin. Agotados los
argumentos en pro de la fidelidad, decidió que la relación con su amigo se
enfrentaba irremisiblemente a un erial de incomprensión. Y cedió.
Faltaban solo unos minutos para la cita: el monasterio
seguía lejano y la respiración de Marius agitada. La niñera se puso de pie y se
alejó empujando el carrito del bebé; un par de ancianos paseaban conversando, y
una joven daba de comer a las palomas. Entonces, la muchacha se dio la vuelta y
Marius pudo ver que llevaba un ramito de lavanda prendido en la chaqueta.
Cuando el perfume de la Provenza llegó hasta él, acarició las tapas del libro
que descansaba sobre sus rodillas, se levantó y emprendió el camino de regreso
a su casa.
© Liliana Delucchi
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