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Imagen de Google/
Autor Andy Warhol.
Se llamaban Terrible y Temblores. Terrible era negro, con
el pelo corto y brillante y un ojo extraviado que le daba un aspecto fiero, de
ahí el nombre. Temblores, que era muy friolero, tenía un pelo rizado y lanoso
tirando a blanco, cojeaba de una pata desde que, un día lluvioso, le pilló el
carro, pero eso no le impedía correr y jugar con todos nosotros, mis hermanos
pequeños y yo. Los dos eran grandotes o a mí me lo parecían, yo entonces era
muy chica.
Los recuerdo, sobre todo en verano, a la hora de la
siesta. Tendidos, todo lo largo que eran, en la puerta de la calle o en la
semioscuridad del portal de casa; casi siempre, alguno de nosotros dormía a su
lado con la cabeza recostada en su barriga, como un todo. Mi madre decía:
─Nadie se atreverá a hacerles daño cuando están con ellos.
Y, era verdad, ellos conocían a nuestros amigos y enemigos,
aunque a veces no eran muy justos clasificando. Entre los enemigos, a los que
gruñían y ladraban, estaban el médico y el practicante…
El médico era un hombretón alto y gordo, con un fuerte
acento gallego. De Galicia llegó cargado de hijos, siete tenía. Su cara siempre
estaba colorada, tal vez porque no se aclimataba a los calores y la sequedad de
estas tierras. Terrible y Temblores no lo querían. No porque fuera ateo y, le
molestara que su mujer fuera a misa ni tampoco porque no dejara casar a su
hija, la más guapa, con un guardia civil. No lo querían porque a nosotros no nos
gustaba. Nos asustaba con aquel vozarrón estentóreo, nos miraba la garganta con
una cuchara y nos hacía guardar cama. Al practicante lo querían menos, a pesar
de que era un hombre bajito y dicharachero. No paraba de hablar mientras hervía
la jeringuilla en una cajita plateada, que colocaba encima de la mesilla de
noche. Después venía el pinchazo.
─Ya está ¿Te ha dolido? ¿Verdad que no?
Terrible y Temblores estaban con nosotros en las largas
tardes del verano, cuando anochecía poco a poco, y, los sones de las esquilas
del ganado llegaban de lejos y se mezclaban con el piar enloquecido de los
vencejos, alrededor de las paredes de la iglesia. A esa hora, nuestra madre nos
llamaba para cenar, era la hora de recogernos, de dejar los juegos.
Nos acompañaban en las cenas de verano en el patio:
alrededor de una mesa, mal calzada, sentados en sillas dispares, ellos en el
suelo, atentos a nuestros movimientos, y, todos cerca de la única bombilla, que
iluminaba aquel rincón. Con Terrible y Temblores los pequeños aprendimos a
superar el miedo a la oscuridad y a la noche.
Así, aquel verano, cuando sucedió aquello, cuando tuvieron
que sacrificar a Terrible por la sospecha de que, un perro rabioso lo había
mordido, los pequeños vimos, con asombro, como se alejaba de nosotros
mirándonos con mucha tristeza, sin atender a nuestras llamadas. Vimos como
Temblores se refugiaba asustado en lo más oscuro del pajar. Luego, oímos un
disparo. Terrible no volvió. Aquel
verano fue el último de nuestra niñez.
©
Socorro González- Sepúlveda Romeral
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