Año 1807 Óleo sobre tela Museo Granet. Aix-en-Provence- Francia |
François quería ser pintor. Busca por los campos
tierra de colores que mezcla con aceite y manteca, y a pesar del hondo disgusto
de su madre, fija de esa manera sus sueños en la tela de las blancas
servilletas. Asombrado, se rasca la cabeza para mitigar el dolor de las
collejas que la bendita mujer le propina al ver el estropicio causado.
¡Mujeres!, cavilaba mientras corría a laborar como mozo en el comedor de la
fonda. Una noche, repartía un sopicaldo a los huéspedes, cuando vio que un
cliente la dibujaba. No le extrañó, ella era rubia, joven, coqueta, y nunca
había tenido esposo. Le gustó el aire del bosquejo, las regordetas manos
apoyadas en la barra, el cuello estirado como las columnas de la iglesia. La
imagen de las botellas de colores a su espalda, a su juicio, le daba aire de
dama. Soltó la sopera sobre una mesa vacía y se plantó delante del comensal. Yo
también soy pintor, dijo mostrándole su carpeta. Pues, a París, replicó el
cliente sin levantar la cabeza. Aquí nunca podrás hacer nada. Las últimas cinco
palabras rebotaron una y otra vez en su cerebro. Por la noche, tumbado en su
camastro sin poder conciliar el sueño, tomó la más importante decisión de su
vida. Ya tranquilo, se durmió.
De madrugada bajó a la taberna y después de forzar la
caja, pedir perdón al Señor por el acto que iba a cometer, y jurar que
devolvería ciento por una las monedas que se llevaba, guardó el dinero robado
en el bolsillo, cogió la carpeta de las pinturas bajo el brazo, y se fue a
París.
Al bajar del tren, intuyó que vestido de aldeano, nada
podía hacer. Buscó un sastre y cambió sus ropas de aldeano, por un bonito traje
marrón y una capa con gran esclavina forrada de terciopelo, en la que envolvió
sus ilusiones y pesares. De tal guisa, se fue en busca de ese París que según
había oído, era la cuna de la pintura. Paseó por una y otra orilla del Sena,
sin acercarse a la gente pobre y mal vestida, de la que nada bueno se podía
esperar, según decía su progenitora, pero lo cierto era que la rica tampoco se
relacionaba con él.
Una mañana de sol, extinguida casi su robada fortuna,
cansado de buscar y rebuscar, no sabía muy bien qué, se apoyó en la balaustrada
del Sacre Coeur, y mientras contemplaba París y se despedía de él, no hacía más
que meditar en la manera de no parecer derrotado al volver a la fonda de su
madre. Un joven, con una capa como la suya, aunque vieja y raída, apenas a un
metro de distancia, sentado el suelo comenzó a dibujar.
—¿Es usted pintor o solo dibujante?
—No se mueva —le gritó el hombre sin levantar la
cabeza.
Quieto, sonriente, bien erguido, François le veía
trazar líneas y sombras sobre la hoja de papel. Cuando le mostró el dibujo,
pensó que la fortuna le sonreía, que aquel hombre podía ser su amigo. No se le
ocurrió mejor manera de trabar amistad que la de invitarlo a cenar. Para ello
se gastó el dinero del billete de vuelta a casa.
En un pequeño restaurante de la Place du Tertre, los
nuevos camaradas, engulleron los alimentos departiendo sobre sus ansias y
anhelos. Después, se fueron a un café en donde se unieron a la tertulia formada
por camaradas del pintor. Al mostrarles el reciente dibujo, François les
escucha hablar sobre la expresión de sus ojos, el temple de su figura, el áurea
que emitía. Se sintió feliz en medio de aquel grupo de divertidos bebedores y
hombres amargados.
Aquella noche, llevó sus exiguas pertenencias a la
casa de su nuevo amigo y comenzó a trabajar. Cuando ahorró la cantidad robada,
escribió:
Querida Madre:
Le envío el dinero que de la caja saqué la noche que
me fui. Aunque hoy no pueda hacerlo, tal como le prometí al Señor en el momento
de cometer mi horrible pecado, le enviaré esta misma cantidad cien veces. Quizá
así pueda paliar su disgusto.
Soy feliz, madre. Vivo, como siempre soñé, inmerso en
el mundo de la pintura. Mis cuadros aparecen en casi todas las exposiciones, y
se venden bien. Le diría que son los más vendidos.
Pintar, pintar, no pinto. Pero hago de modelo, que no
deja de ser otro modo de hacer pintura. ¿No cree?
Su hijo,
François
© Malena Teigeiro
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