La
primera vez que probé sus labios, sentí deseo. La segunda, hambre. La tercera, gula.
Y eso que no fue breve, ni dulce, ni tierno, ni siquiera lo que yo alguna vez
había soñado. Nada de romanticismo alimentando las bocas, ni afecto enredando
nuestras lenguas. Los dientes entrechocaron y me pareció oír el ruido seco de
dos cornamentas enfrentándose, un rugir de leones pugnando por un trozo de
carne, la risa de las hienas alejándose con un pedazo de mí colgando entre los
dientes.
Nos negamos
a sentir la piel del otro, solo retales de cuerpo para saciar el hambre. Con un
mordisco carroñero en el hombro y las manos como garras apretando las nalgas, empezamos
la danza con órdenes codiciosas, viciando el aire con palabras que la inocencia
no debe oír y la virtud querría olvidar.
Entre
aquel vaivén desalmado se nos escapó un abrazo, un roce de párpados, una
caricia en el pelo y el corazón quiso amar, pero se lo prohibimos.
«¡Calla!
Solo late». Y lo hizo; con auténtico frenesí, haciendo palpitar cada átomo de
cuerpo, cada gota de nuestra sangre empapada de un placer oscuro, pero
huérfano.
Exhaustos,
robándonos el aire en cada aliento, nos medimos como dos depredadores, con la
mente puesta en quién habría devorado más y quién había amado menos.
© Blanca
de la Torre Polo
Está muy bien detallado. Es muy sutil. Felicitaciones a la autora.
ResponderEliminar¡Gracias Carolina por tus palabras! Me alegro que te haya gustado.
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