jueves, 29 de noviembre de 2018

Cristina Vázquez: Niña Andina

A Julieta, mi nieta andina

Su madre le prometió a Alberta, mucho tiempo antes de coger el avión, que cuando se acordase de ella se tumbara en el jardín con  los pies hacía el sur, la cabeza al norte y los brazos abiertos. Que esperase a que la noche cayera y entonces reconocería unas estrellas muy brillantes que trazaban una cruz en el cielo. Después la llevó a su cuarto y ceremoniosamente le entregó  un paquetito  guardado en el cajón superior de la cómoda.

Lo abrió con cuidado y de una caja de madera oscura, sacó un instrumento redondo con una tapa de cristal y una aguja oscilante. Lo miró con detenimiento sin saber lo que era.

—¿Esto para qué sirve?

Su madre se agachó a su altura y abrazándola casi con desesperación, eso lo supo más tarde, le aclaró que era una brújula que marcaba el norte. Así podría colocarse correctamente y siempre encontraría la constelación.

—Cuando mires las estrellas yo estaré pensando en ti.

Se tumbaron juntas en el césped como si fuera un juego, y tras saber dónde estaba el norte, con la brújula sobre el pecho igual que un ardiente corazón de hierro,  le enseñó  a reconocer las estrellas que la formaban. Se quedaron abrazadas mirándolas hasta que la humedad las hizo levantarse. Y cada vez que podía, Alberta siguió repitiendo el ritual: la brújula sobre el pecho y los pies en la dirección correcta, sabiendo que su madre, estuviera dónde estuviera,  volaría hacía esa esplendorosa luz para estar a su lado. Algunas noches el olor de los jazmines la embargaba.

Ella había nacido al pie de los Andes, en Santiago. Cuando reconocía el cálido viento invernal que sopla en las mañanas, recordaba el susurro de su madre, también como una brisa cálida: eres mi niña andina, mi preciosa niña.

—Soy una niña andina —repetía como un juego sin entender el significado.

Ella había llegado del otro lado del mar, del otro lado de las montañas, de un país lejano le contaba la madre, en cambio su niña andina era hija de la cordillera. Y señalaba los altísimos picos nevados. Esos montes y la luz de las estrellas siempre la protegerían.

Cuando años más tarde fue a España a recoger las pertenecías de su madre y a firmar documentos en notarios y bancos, y besar a parientes desconocidos, amables pero duros al hablar, esperó a que por fin se hiciera de noche, una noche que tardaba horas en llegar, alargando el día innecesariamente. Tumbada en el jardín desconocido de la casa familiar, buscó el norte con la brújula, alineó sus pies al sur, puso los brazos abiertos y esperó a que brillaran las estrellas que siempre encontraba, las que una noche lejana, en su lejano país de ultramar le había enseñado la madre. Pero nunca aparecieron. En ese momento supo de la soledad y en ese momento lloró su ausencia bajo otro firmamento, bajo otras estrellas.  Solo oía su voz susurrando muy tenue, mi niña andina, mi preciosa niña.



© Cristina Vázquez

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