A Julieta, mi nieta andina
Su madre le prometió a Alberta, mucho
tiempo antes de coger el avión, que cuando se acordase de ella se
tumbara en el jardín con los pies hacía el sur, la cabeza al norte y
los brazos abiertos. Que esperase a que la noche cayera y entonces
reconocería unas estrellas muy brillantes que trazaban una cruz en el
cielo. Después la llevó a su cuarto y ceremoniosamente le entregó un
paquetito guardado en el cajón superior de la cómoda.
Lo abrió con cuidado y de una caja de
madera oscura, sacó un instrumento redondo con una tapa de cristal y una
aguja oscilante. Lo miró con detenimiento sin saber lo que era.
—¿Esto para qué sirve?
Su madre se agachó a su altura y
abrazándola casi con desesperación, eso lo supo más tarde, le aclaró que
era una brújula que marcaba el norte. Así podría colocarse
correctamente y siempre encontraría la constelación.
—Cuando mires las estrellas yo estaré pensando en ti.
Se tumbaron juntas en el césped como si
fuera un juego, y tras saber dónde estaba el norte, con la brújula sobre
el pecho igual que un ardiente corazón de hierro, le enseñó a
reconocer las estrellas que la formaban. Se quedaron abrazadas
mirándolas hasta que la humedad las hizo levantarse. Y cada vez que
podía, Alberta siguió repitiendo el ritual: la brújula sobre el pecho y
los pies en la dirección correcta, sabiendo que su madre, estuviera
dónde estuviera, volaría hacía esa esplendorosa luz para estar a su
lado. Algunas noches el olor de los jazmines la embargaba.
Ella había nacido al pie de los Andes,
en Santiago. Cuando reconocía el cálido viento invernal que sopla en las
mañanas, recordaba el susurro de su madre, también como una brisa
cálida: eres mi niña andina, mi preciosa niña.
—Soy una niña andina —repetía como un juego sin entender el significado.
Ella había llegado del otro lado del
mar, del otro lado de las montañas, de un país lejano le contaba la
madre, en cambio su niña andina era hija de la cordillera. Y señalaba
los altísimos picos nevados. Esos montes y la luz de las estrellas
siempre la protegerían.
Cuando años más tarde fue a España a
recoger las pertenecías de su madre y a firmar documentos en notarios y
bancos, y besar a parientes desconocidos, amables pero duros al hablar,
esperó a que por fin se hiciera de noche, una noche que tardaba horas en
llegar, alargando el día innecesariamente. Tumbada en el jardín
desconocido de la casa familiar, buscó el norte con la brújula, alineó
sus pies al sur, puso los brazos abiertos y esperó a que brillaran las
estrellas que siempre encontraba, las que una noche lejana, en su lejano
país de ultramar le había enseñado la madre. Pero nunca aparecieron. En
ese momento supo de la soledad y en ese momento lloró su ausencia bajo
otro firmamento, bajo otras estrellas. Solo oía su voz susurrando muy
tenue, mi niña andina, mi preciosa niña.
© Cristina Vázquez
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