Sabía de qué iba la cosa. Se trataba de una trampa; tan antigua como el pecado.
Entró
con indolencia en la habitación del pánico. Era cálida y acogedora, pero a
prueba de cualquier ataque. Los ojos empezaban a escocerle, el olor a humo era
cada vez más intenso. No quiso acorazarse todavía, a los enemigos había que temerlos
de frente, no acechando por ahí.
Se
acercó a la caja fuerte; la razón del incendio provocado. Tenía muchas
riquezas, más de lo que hubiera podido derrochar durante cien años. Pero lo más
valioso que poseía, la fuente de su fortuna, habitaba en aquel ridículo
recipiente; demasiado pequeño para una carga tan grave. Tenía que volver a contemplarlo.
Agarró el dial con su mano grande —limpia de toda aspereza, blanqueada de actos
impuros que le habían aupado hasta convertirlo en lo que era— y empezó el
ritual con vueltas a derecha y a izquierda, cada vez con más impaciencia.
Al
escuchar el clic, respiró hondo, apartó la puerta y lo tomó entre sus manos,
como un padre sostiene a su primogénito, todavía envuelto del calor del útero
de la madre.
Entonces
estalló el espectáculo donde él era la víctima de un robo, y los malos —los
ladrones— le hacían sangrar. Pero Emigdio Somoza estaba muy lejos, con el
estómago vacío, muerto de esperanza, la cabeza hueca de ilusiones, las cuencas
de los ojos soportando el peso de tantas imágenes ciegas de alegría y colmadas
de pesares, apretando en su puño lo que le había impulsado a desearlo todo
—dinero, propiedades, poder— y que los atracadores se empeñaban en arrancarle
de los dedos.
Cuando
lo consiguieron, el asombro, la ira y las blasfemias se mezclaron con los
rescoldos del fuego que no había sido ahogado del todo. La joya que con tanto
afán se empeñaba en guardar se trataba de una foto. Antigua, ajada, testigo de
su pasado. Era el retrato de un pilluelo de mirada anciana y desafiante, de
cuerpo raquítico, a medio vestir, sentado en una carreta con los pies desnudos
y mugrientos colgando. Un auténtico príncipe de la pobreza, que años después, se
había proclamado rey de la codicia.
Mientras
un plomo recorría liviano la distancia que separaba una pistola de su cabeza,
recordó las palabras de su viejo. Esas que decían que cuando la miseria te toca
no te abandona nunca. Y así fue: la miseria había corroído su corazón, el
terror a sentirla de nuevo llenó sus bolsillos y por no olvidarla nunca, le
habían volado la cabeza.
©Blanca
de la Torre Polo
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