martes, 11 de diciembre de 2018

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El Belén



Todo el pueblo olía a leña quemada y a azúcar tostado. Eran los días, antes de Navidad, en que se horneaban los dulces y, en los dos hornos que había, no paraban de amasar y cocer por turnos.

A mi hermano, el pequeño, y a mí nos esperaba la tarea de repartir los dulces a las familias de luto. Por los encargos recibíamos propinas, que en ocasiones llegaban hasta el «duro». Al final de la tarde contamos el dinero. Ya sabíamos en que gastarlo. 

Compraríamos un niño Jesús nuevo para el Belén, pero el dinero no nos alcanzó.

Empezábamos a preparar el Belén el primer día de vacaciones. Nuestro belén no tenía pastores ni lavanderas, las figuritas eran caras. Tampoco tenía Reyes Magos ni Virgen, solo un niño Jesús al que le faltaba un brazo y una pierna, rodeado de animalitos: una gallina con sus pollitos, una piara de cerditos rosados y un montón de ovejas, aún así, siempre quedaba precioso con las montañas de musgo, el rio de plata y el niño Jesús, arropado con una mantita para que no se viese que era cojo y manco. Llegaba el momento mágico de poner la nieve, con una cuchara íbamos echando la harina sobre las montañas, sobre el río, sobre el portal…

─¡Ahora es un Belén de verdad! ─decíamos.

El día de Noche Buena, el Belén, colocado en un sitio visible del comedor, atraía todas las miradas.  Por fin, llegaba la hora de la cena.  Mi tío, el soltero, cada año venia cargado con el turrón y varias botellas de sidra que él llamaba champán.  Mi padre bendecía la mesa y después rezaba varios padrenuestros, todos estábamos impacientes por comenzar el primer plato. Recuerdo cuando llegaron los quintos con sus panderos, ya estábamos comiendo los turrones, venían a buscar a mi hermano, el del medio, que entraba en quintas y se había hecho un pandero precioso.

─Toca el pandero, toca un poco antes de irte ─le dije.

Él, que estaba muy orgulloso de su pandero, lo levantó en alto y le dio tan fuerte que al primer golpe se rompió. Se le quedó una cara tan compungida, que todos pensamos se iba a poner a llorar de un momento a otro.

Después, todos nos fuimos a la Misa del Gallo.  Al lado del altar, había un Belén precioso. No había visto en mi vida un Belén tan bonito. Tocaron los panderos, cantó el coro y sonó el órgano. Al final de la misa, uno por uno, pasamos a adorar al Niño.

Acércate ─me dijo el párroco─. ¿Quieres pedir algo?

─Sí ─conteste─ que le crezca el brazo y la pierna al niño Jesús de mi Belén.
                                   


© Socorro González- Sepúlveda.

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