Hasta algún tiempo después, Alejandra
no recordaría haber recibido la carta con un remite de Boston. La
asistenta la dejó junto a facturas y extractos bancarios y allí quedó
hasta que se decidiera a poner en orden los papeles para entregar a la
gestoría. No habría vuelto a pensar en ello si no fuese por esa llamada
telefónica que la dejó trastornada. Una voz lejana y conocida la citaba
en el Parque del Retiro, junto a la fuente del Ángel Caído.
El próximo viernes, a las cuatro de la
tarde. Fue todo lo que dijo. Entonces ella pensó que su memoria
reconocía la letra de ese sobre, pero no lo abrió.
Se conocieron en la universidad, ante la
puerta de un aula destartalada en la que el profesor ya había iniciado
la clase. Ninguno de los dos entró y tras mirarse un rato sin saber muy
bien qué decir, fueron a la cafetería. Él llevaba un ejemplar de
Historia Universal de la Infamia y ella le dijo que no era su obra
favorita de Borges. Ésa fue la primera discrepancia que tuvieron.
Llegaron otras, cada vez más oscuras, por llamarlas de alguna manera.
Él le rogó que no lo dejara, que era
consciente de que su autoritarismo y hoscas actitudes la estaban
marchitando. Le prometió que cambiaría. Pero para entonces ella había
recuperado su sonrisa y se fue caminando por una acera llena de
jacarandás bajo el aire tibio de noviembre.
A lo largo de los años siguientes, solo
se enteró de él a través de otras personas, de su matrimonio, una hija,
una carrera profesional floreciente y, finalmente, una plaza de profesor
en Estados Unidos.
Nunca supo Alejandra cómo él consiguió
su dirección de Madrid. Empezaron a llegarle cartas con referencias a
una juventud que ella no ansiaba recordar. Nunca le contestó y la
correspondencia se fue espaciando hasta desaparecer.
Entonces comenzaron a llegar personas,
una compañera del gimnasio que en un determinado momento hizo referencia
a un hombre, por la descripción no le cupo dudas y lo peor, quería un
encuentro. Alejandra se negó. Como se negó también a otras visitas
circunstanciales que aparecían de pronto y por casualidad. Todas con el
mismo mensaje y a todas arrancó de su vida.
Esta vez, sin intermediarios, la citaba
en El Retiro. No sabía si fue la curiosidad o el deseo de poner fin a
una persecución de más de treinta años, el caso es que ese viernes se
encaminó a El Retiro. Dio una vuelta a la fuente del Ángel Caído sin
encontrar más que pájaros picoteando las migas que alguna anciana les
hubiera arrojado. Cuando estaba a punto de regresar a su casa vio un
paquete envuelto en papel de estraza, donde se leía: Para Alejandra.
Supo quién lo había dejado y lo abrió. Era un ejemplar de la Historia
Universal de la Infamia, con una nota que decía: “No has querido volver a
verme en este mundo, te espero en el otro”.
A la mujer no le temblaron las manos cuando lo dejó en una papelera, junto con botes vacíos de Coca-Cola y restos de bocadillos.
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