¿Cuándo acabaría? Cada noche
Guillermina se lo preguntaba al acostarse, rota de cansancio. Todo el
día trabajando en el campo, atendiendo el corral y las vacas. No las
vacas ya no, las habían requisado. Pero en el recuento de sus tareas,
siempre se olvidaba que ya no tenía esos animales cálidos y mansos. Su
marido había traído la ternera castaña justo antes de marcharse.
¿Cuántos años ya? Perdía la cuenta, pues salvo dos veces que vino de
permiso y alguna carta, ya no sabía dónde estaba.
Algunas tardes, cuando el tiempo era
bueno, se reunían las mujeres a hacer labor en una casa. ¡Tanta mujer
sola! Terminaban por mentirse entre ellas. Guillermina lo sabía, pero
necesitaban llenar con cuentos el vacío en el que las habían dejado. A
veces faltaba una o llegaba con la carta que le había leído el señor
cura, estrujada y húmeda entre sus manos. Y todas se miraban con una
mezcla de desolación y alivio. ¡Esta vez no ha sido el mío!
Una tarde se escapó al pueblo de al lado
con una amiga. No podían más de lutos y trabajo; siempre vigilada por
la mirada acuosa y cada vez más desconcertada de su suegra, que entre
suspiros y oraciones iba perdiendo la cabeza. Al llegar oyeron voces y
cierta animación, aunque hubiera barricadas y casas medio derruidas. Se
dieron cuenta de que las voces salían de la fonda y antes de entrar a
tomar algo, espiaron por la ventana y vieron a unos oficiales prusianos.
Se echaron instintivamente hacia atrás, y cuando se iban salió uno de
ellos y, con aire de mando, les invitó a pasar. Atemorizadas, entraron.
Todos los oficiales se levantaron y dando un taconazo, las ofrecieron
sentarse. Su amiga y ella estaban asustadas y sorprendidas de que no
tuvieran cuernos, ni echaran espumarajos por la boca, como les juraron
que hacían los enemigos. Temblaban, hasta que les dieron un té con un
poco de ron que le sirvió un joven alto, rubio y nervioso que en francés
les susurró.
—Estén tranquilas, señoritas, es un honor tenerlas aquí. Están a salvo.
El joven se apartó, pero no le quitaba
la mirada a Guillermina, que empezó a notar por efecto del té con ron y
la dulzura de los ojos que la recorrían sonrientes, amistosos y llenos
de un deseo tranquilo, una alegría que no recordaba desde tanto tiempo
atrás. ¿O no la había sentido nunca?
Al volver a su pueblo, se sentían
confusas y culpables. Se lo habían pasado muy bien, comieron hasta
reventar, pasteles, queso, y los hombres fueron amables y las
acompañaron a la carretera. Cuando ya estaban lejos de su mirada
empezaron a correr, jurándose mantener en secreto su escapada.
A la noche siguiente, al hacer rota de
cansancio, el recuento de las tareas y se repetía la pregunta de cuándo
acabaría, oyó un ruido leve en la contraventana. La abrió con temor y se
encontró al soldado prusiano, rubio, sonriente y ridículo con su casco
de penacho. No supo qué hacer. Él le suplicó que le abriera. La suegra
dormía en el cuarto de arriba, se oían sus ronquidos y jadeos y
Guillermina, sintiendo que su pulso emprendía un ritmo irregular y se
congelaba con solo el camisón, le atrajo hacia dentro y le hizo
sentarse.
—Quería verla otra vez. Mi corazón ha
caído prisionero de usted —dijo el prusiano en un francés delicado, con
un ligero acento que a ella la mareaba.
Nunca su Pierre le había dicho nada ni
parecido, con ese tono y suavidad envolvente, ni tampoco la había mirado
con esa fijeza, y los dedos largos, delicados… A lo mejor era poeta.
Él le cogió ambas manos. ¡Pobres manos!,
afirmó mientras se las llenaba de besos. En ese momento se oyó un
estrépito por la escalera y apareció la suegra, aturdida y desgreñada.
Los dos se quedaron petrificados y el oficial iba a echar mano del
sable, cuando la anciana se le acerca y cogiéndole la cara entre las
manos, empieza a besarle.
—Pierre, mi niño, por fin has vuelto.
Y dirigiéndose a Guillermina la urge a que le de de comer y prepare la cama.
—Ya se ha acabado todo, —exclamaba la
anciana, mirándole con amorosa atención. ¡Qué cambiado estaba! ¡La
guerra hacía unas cosas!, pero era su hijo y volvía a besarle. —Hasta
más rubio ha vuelto. ¿No crees?
Y miraba a la otra que se afanaba en
cortar un poco de salchichón, y así pasaron un tiempo hasta que se
fueron a la cama. A la mañana siguiente la pobre mujer no se consolaba,
al pensar que su hijo se había vuelto a ir, sin despedirse y desde ese
día con la hogaza de pan entre las manos, se lanzaba a recorrer los
alrededores y siempre que veía un soldado con penacho, le daba una
rebanada por si acaso era Pierre. Estaba tan guapo con ese casco.
—Porque era casco lo que llevaba ¿verdad?
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