La guerra se había llevado a los
hombres, los de ella y los de todas las mujeres de la aldea. Muchas,
asustadas, se marcharon a la ciudad en busca de sus lejanas familias.
Las pocas que eligieron quedarse, conocían que vivía sola, bueno, sola,
no. Se quedó a la guarda de los nietos, de esos niños que poco a poco
iban creciendo, alguno prometía ser un buen mozo.
La primera vez que la había visto, fue
una mañana durante su odioso paseo a caballo en busca de los huidos que
intentaban volver a sus casas. Ella cultivaba la tierra cuando apareció
de espaldas al sol. Se incorporó y temerosa, con la mano a modo de
visera, fijó sus ojos en la cabeza chata del bruto. Le dijo que era un
Warmblood. ¡Cómo si a ella le importara la raza! Él no sabía que solo
buscaba la compasión de su mirada. ¡Era tan hermoso el animal!
Acababa de sacar la crujiente hogaza del
horno cuando lo vio. El sol le arrancaba rayos al casco, al peto de
acero, pulido como la plata, que lucía sobre la casaca. Se creía un
dios. Sin ninguna consideración cabalgaba sobre su descuidado huerto sin
importarle lo que arrasaba con las pezuñas de su bestia, sin importarle
destrozar las pocas verduras que le iban a servir de alimento. Suspiró.
La mujer se pasó la mano sobre las sienes y se sujetó los cabellos
sueltos. Hipócrita, dibuja alrededor de los acerados ojos una sonrisa y
con la hogaza bajo el brazo, como casi todas las mañanas, fue a su
encuentro.
¡Qué poca suerte tuvo el día en que se
fijó en ella ese hombre viejo! Si le quitaba el casco, no quedaba nada
de su prestancia, rumia la mujer andando con cuidado, sonriente, entre
los surcos de su tierra. ¡Mi hombre sí que es buen mozo! Al cerrar los
ojos lo veía andando por el camino de tierra diciendo adiós con la mano.
¿Por dónde estaría ahora? ¿Viviría?
Mal rayo le partiera la vida, la de él y
la de todos los que arrasaban sus tierras, decía su dura mirada
mientras que, con el pan bajo el brazo, se acercaba complaciente. Corta
una rebanada, y procurando no aproximarse mucho, se la entrega.
Aquel primer día le agarró la mano y la
arrastró hasta subirla a la grupa. ¡Mala bestia! No le importó usar el
caballo de litera para deshonrar su pecho, para toquetear su vientre,
sus muslos. Y ella, muda, sin rebelarse, aguantaba el asedio, hasta que,
sin enfadarlo, consiguió arrojarse al suelo. Él se llevó la mano a la
visera del casco. Hasta mañana, le dijo despidiéndose seco, con voz
metálica. Pasaría por allí todas las mañanas que pudiera. Y añadió, que
siempre le tuviera preparado un poco de ese pan que perfumaba los
campos. Ella, coqueta, ladeó la cabeza sonriente, con los dedos a la
espalda cruzados en una maldición. ¡Ojalá te rajen el vientre y la
sangre tiña tus desalmadas vergüenzas!
Y así siguieron hasta que un día
descabalgó la bestia, y sobre sus verduras, las que luego, con las
lágrimas contenidas, cortaba para que no se perdieran, la viola. Aunque
lo cierto era que ella había consentido, y hasta intentó contentarlo.
Cualquier cosa antes de que se acercara a la casa en donde escondía a
sus dos hijos.
¡Maldita guerra!
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