«Había una vez un rey que
tenía una hija casadera y decidió que solo la entregaría en matrimonio al
hombre que montara un hermoso corcel y diera un salto que llegara a la terraza
del palacio, y así lo fue anunciando por todas las sitierías».
Comenzó a contar la abuela a
su nieta, como cada día, aquella vieja leyenda cubana.
«Cerca de palacio vivía en un
minúsculo terreno, sembrado de maíz, un padre con tres hijos. El pequeño era su
orgullo, pero los otros dos… El anciano tenía que velar cada noche para que los
caballos jíbaros no se comieran lo sembrado, en cambio sus dos hijos mayores se
iban al pueblo a emborracharse. Un día trajeron la noticia de lo propuesto por
el rey.
La noche en que iban a saltar
los jinetes, el hijo menor dijo:
‒Papá, yo velaré el maíz. Usted
ya está muy viejito y muy cansado.
El padre temía que se fuera a
dormir. Pero el muchacho le tranquilizó:
‒No se preocupe. Me llevaré
un güiro con ají picante y cuando me entre sueño me paso el ají por los ojos y
así no me dormiré ‒y también cogió un lazo de pita por si podía atrapar uno de esos
malvados caballos que se comían el maíz.
Por la madrugada llegaron los
animales, puntuales como siempre, y con mucha maestría pudo enlazar al más
grande y más lindo de todos ellos. Comenzó a jalar la bestia, pero él cobraba
soga y le atrincó en el tronco de un árbol, hasta que el cuadrúpedo se cansó.
Temeroso, Bandolero le
explicaba, que era el caballo del Diablo y que no podía ver los claros del día.
Que lo soltara, que podía prometerle que ningún otro vendría nunca más a comer del
maizal.
Pero el hijo menor no aflojaba.
‒Suéltame, que cada vez que toques
tres veces el tronco de este árbol y digas: «Ven, Bandolero, caballo mío». Yo vendré
corriendo para lo que te pueda servir.
Entonces, mirándole a los
ojos confió en él, e hicieron un juramento. El caballo del Diablo salió casi
volando.
El muchacho con la amanecida
se fue para su casa y halló a sus hermanos haciendo el cuento de los équidos que
saltaron y que no pudieron llegar a la terraza del palacio. Cuando el padre fue
a ver el maizal lo halló intacto, prueba irrefutable de que su hijo menor no se
había dormido.
Al acabar el día:
‒Me voy a velar el maíz, papá.
En cuanto llegó al árbol lo
tocó tres veces:
En medio de un gran resplandor
apareció el caballo iluminando el monte. El hijo menor se montó en él y en
cuanto estuvo encima se le cayeron los guiñapos de ropa y se vio con un
vestuario de príncipe. Fueron al pueblo y al llegar a palacio, Bandolero dio un
salto y cayó en medio de la terraza donde estaba la princesa sentada en su
trono.
El rey quiso cumplir lo prometido, pero el muchacho dijo:
‒No señor, tengo que venir
dos veces más y después me casaré con su hija.
Se retiró y al llegar al
árbol Bandolero desapareció y los harapos volvieron. Al llegar al bohío halló a
sus dos hermanos haciendo los cuentos de lo que había pasado.
‒Yo era el príncipe que saltó
a la terraza del palacio del rey ‒confesó con humildad.
Y los hermanos se burlaron de
él:
‒Cállate y no hables, basura.
¿Habrase visto mayor mentiroso? Y le abofetearon hasta que el padre intervino.
A la noche siguiente el hijo
menor se fue al árbol y lo tocó tres veces:
Ven, Bandolero,
caballo mío.
Y apareció atravesando el
monte a toda carrera iluminado por la luna llena. Volvió a ocurrir lo mismo que
la noche anterior, llegó, saltó a la terraza, y le dijo al rey:
‒Mañana volveré otra vez a
saltar y entonces me casaré con la princesa.
Repitió a sus hermanos que él
era el príncipe. Y le volvieron a golpear por embustero. El padre tuvo que
defenderle otra vez.
A la tercera noche, llegó al
árbol y lo tocó tres veces:
Ven, Bandolero,
caballo mío.
Caballo y muchacho llegaron
al palacio, saltaron y cayeron en medio de la terraza. Allí estaba el rey, la
princesa y el juez que les casó. Y dijo al rey:
‒Quiero que usted mande a
buscar a mi papá y a mis hermanos.
El monarca envió su carruaje
con una escolta de soldados y cuando el padre lo vio venir a lo lejos, espantado
balbuceaba:
‒Por algo vendrán. Seguro que
ustedes han hecho algo malo en el pueblo y nos vienen a prender.
‒No, papá, nosotros no hemos
hecho nada, solo hemos estado bebiendo y divirtiéndonos.
Arribó la calesa y se llevó a
los tres. Temblaban creyendo que, igual que se corta con un afilado machete la
maleza y la caña de azúcar, a ellos les iban a chapear la vida. Al llegar a
palacio, les hicieron subir hasta el trono y allí estaba el hijo menor como
todo un príncipe, que cuando vio a su padre corrió a abrazarlo. Y dirigiéndose
a sus hermanos, dijo:
‒Vagos, pendencieros, y
borrachines, ahora van a trabajar como mulos en los establos.
Luego, se dirigió a su padre con
gran cariño:
‒Usted, papá, tiene el palacio
para ir a donde le plazca. No volverá a trabajar, ni a pasar hambre, pero a estos
dos hay que darles un buen escarmiento. ¿No cree?
Y colorín, colorado…».
‒Cuéntamelo otra vez,
abuelita.
‒Allá voy.
© Marieta Alonso Más
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