Nació con el gusto de viajar.
En vida fue imposible. Un accidente tonto le dejó paralizado y de la cama no
volvió a salir, salvo en una caja de madera.
Sus largas horas las llenaba
leyendo, soñando, oyendo música y sobre todo viendo documentales de distintos
países. Se prometió que algún día daría la vuelta al mundo, no en ochenta días
como esa gran novela del escritor llamado Julio Verne, no, él tendría todo el
tiempo del mundo para recrearse en sus viajes.
Su madre todas las noches se
sentaba a tejer calcetines y a conversar con su hijo. Y él le hablaba de países
que ella ni siquiera sabía que existían. También venía a visitarle su madrina, Luna,
que al nacer le regaló un azabache para el mal de ojo. Todo fue bien hasta que,
con la incredulidad de la adolescencia lo tiró al mar, él no creía en fetichismos,
y fue cuando ocurrió la desgracia.
Nunca le dijo que por
llamarse como ese satélite de la tierra había nacido con el poder de hacer el
bien y de deshacer algún que otro conjuro maléfico. Cuando él hablaba de sus ansias
de viajar una sonrisa se dibujaba en sus labios. Le haría un buen trabajo, y
pesarosa comentó que en vida no podía funcionar, pero después de muerto, claro
que sí.
Te prometo, Berto, que podrás
viajar donde quieras. No te resistas a convertirte en un fantasma bueno, nunca
le hagas mal a nadie, le dijo un día en que se encontraban solos en la
habitación. Y le dio las instrucciones precisas.
‒¿Estás de acuerdo?
‒Sí, madrina. Pero que sea por
muchos años, o mejor que sea para siempre, que tengo que dar la vuelta al
mundo.
© Marieta Alonso Más
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