Con la maleta en la mano, baja las
escaleras saltando los escalones de dos en dos hasta llegar al zaguán.
Cierra la casa y comienza a correr hacia la cochera. El rojo automóvil
seguía allí con las llaves tiradas sobre el salpicadero. Al abrir la
puerta del deportivo su aroma la turba, y grita sacudiendo la cabeza
como si quisiera arrancar de ella su presencia. Separándose las lágrimas
de un manotazo, conduce despacio por el camino de tierra bordeado de
cipreses. Al llegar a la verja se detiene, y antes de bajarse, se pone
los guantes. Abre las grandes hojas de hierro. Después de sacar el
coche, coloca la cadena, el candado, y agarrada a los barrotes, hunde la
cara entre ellos. Dos años hace ya llegué feliz, con la ilusión de
sentirme adorada, piensa con la vista clavada en el cortijo difuminado
entre la niebla, que ahora ve gris, vulgar, sin ningún encanto.
Desde que lo conoció le llena las manos
de regalos, y los oídos de lisonjeras palabras. Te quiero, le repetía
una y otra vez mientras la besaba, y le promete que en cuanto se separe
de su mujer formarán una familia, y ella, entonces casi una niña, lo
escucha con la emoción del amor aterciopelándole las pupilas. Cuando ya
solo sabe vivir entre sus brazos, sumisa, rendida, subyugada por su
presencia, la invita a pasar unos días en el campo, y ella acepta
ilusionada. Sin embargo, cuando recorren el camino de dorado albero que
los llevaba hasta lo que le pareció un romántico edificio, las sombras
de los cipreses que lo enfilan, grises, turbias, como un mal presagio,
iban cayendo sobre ella como si fueran los barrotes de la cárcel.
Después de unos días, le pidió que se
quedara a vivir allí, en aquel cortijo abandonado, sin que nadie sepa
dónde están, le decía, así su esposa no podría estropear su felicidad, y
la convence susurrándole palabras de amor, hablándole del poco tiempo
que falta para contraer matrimonio, para llenar la casa de niños. Y se
quedó. De eso hacía ya dos años.
Al principio solo la acaricia con la
yema de los dedos, y ella estremeciéndose de placer, no entiende por qué
la desea de esa manera. Luego, le deja el cuerpo lleno de marcas que
trémula, con mimo, palpa, una a una, para después esconderlas. Más
tarde, comenzó a mostrarle fotografías de otras mujeres, obligándola a
imitarlas mientras él, lascivo, la mira y se manosea. Siguió obligándola
a realizar juegos en los que ahora se sentía humillada. Luego, sin
decir nada, una noche no apareció. Cuando después de unos días escucha
las ruedas del coche sobre la tierra, asustada corre a sus brazos, y él,
como el que juega con el plumaje de una paloma, le sonríe pasándole un
dedo por la mejilla. Y así fue espaciando sus noches y sus días, hasta
que casi desapareció de su lado, y aunque aquel angustioso abandono
muchas veces le hizo desear la muerte, seguía esperándolo en aquella
destartalada casona a donde nunca iba nadie.
Una noche volvió con otra. Los escuchó
reírse a carcajadas. Venimos hambrientos, masculló, que, rápido, muy
rápido, les preparara algo para cenar y que luego se fuera, que no
quería verla. Y ella, ya completamente sometida, le dejó una bandeja
encima de la mesa de la cocina. Iba apareciendo el sol entre los retazos
de niebla, cuando por una rendija de las contraventanas de su
dormitorio, los vio marcharse.
Al día siguiente vuelve solo. Entra, y
como si fuera su criada, le ordena altanero qué le dé de cenar. Se
sienta a la mesa y ella, enfrente, lo ve comer en silencio. Le
parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y,
junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras
bocanadas de desabrimiento. De pronto levantando la cabeza la
mira con odio. ¿Es que no se da cuenta de que no quiere volver a verla?
¿Es que no tiene dignidad? ¿Qué es lo que tiene que hacer para que lo
entienda? La mujer dobló la nuca. El hombre se levanta y clavándole las
uñas en los hombros, le ordena que se largue por la mañana. Después,
arrollando las sillas que encuentra a su paso, sale del comedor. Y ella,
como una muñeca autómata, se queda recogiendo los platos.
Por la noche la despiertan sus gritos
llamándola. Cuando entra en la habitación en la que tantas veces
durmieron juntos, lo ve de pie al lado de la ventana. Tambaleante se le
acerca. Percibe sus ojos vidriosos y el olor a alcohol. Quiere huir. Da
un paso hacia atrás y tropieza con una mesita. Escucha el ruido del
jarrón que se rompe al caer al suelo. Torpe. Mira lo que has hecho, le
grita cruzándole la cara con la palma de una mano que le parece de
piedra. Sus dedos ceñidos a la nuca, la arrastran hasta la cama.
Cuando lo vio dormido a su lado, por primera vez lo odió.
Se queda mirando manar la sangre de su
cuello hasta que aquella piel que tanto había adorado, se vuelve azul.
Le asombra que sus dedos, que aún sostienen un trozo del grueso cristal
azul del jarrón, no tiemblen. Tengo que irme. Tengo que huir. Rebusca en
los bolsillos de su chaqueta, de los pantalones tirados en el suelo,
coge de la cartera todo el dinero que encuentra. Luego las joyas, los
regalos y minuciosa, cuidando de no dejar nada suyo, hace la maleta. Con
la rapidez del que pierde el tren hacia un soñado viaje, limpia el
baño, lava las sábanas y vuelve a hacer la cama. Después, como si fuera
un trabajo de orfebrería, pasa minuciosamente un paño por todos los
muebles que había tocado, revisa los estantes, los cajones... Nunca
nadie podría decir que estuvo allí. Cerró la puerta y salió de la
silenciosa casa.
Agarrada a los fríos barrotes comienza a
gritar golpeando la frente contra ellos. Ya serena, levanta la vista y
observa el camino de tierra, los cipreses, y allá, al final, el cortijo,
que ahora no le parece el mismo edificio pintado de resplandeciente
blanco que admirara la tarde que llegó, ahora lo ve siniestro, lóbrego,
umbrío. Suspira profundo, y dándose la vuelta, vuelve a subir al coche.
Conduce limpiándose las lágrimas con la
mano. Olvidando el dolor de los golpes, comienza a reírse y sus risas se
van mezclando con las lágrimas hasta que las carcajadas retumban como
truenos en el techo del vehículo. Baja la ventanilla y grita al viento
que no hacía falta que él hiciera nada. Solo tenía que decirle que se
fuera.
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