viernes, 13 de diciembre de 2019

Malena Teigeiro: La niebla



Con la maleta en la mano, baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos hasta llegar al zaguán. Cierra la casa y comienza a correr hacia la cochera. El rojo automóvil seguía allí con las llaves tiradas sobre el salpicadero. Al abrir la puerta del deportivo su aroma la turba, y grita sacudiendo la cabeza como si quisiera arrancar de ella su presencia. Separándose las lágrimas de un manotazo, conduce despacio por el camino de tierra bordeado de cipreses. Al llegar a la verja se detiene, y antes de bajarse, se pone los guantes. Abre las grandes hojas de hierro. Después de sacar el coche, coloca la cadena, el candado, y agarrada a los barrotes, hunde la cara entre ellos. Dos años hace ya llegué feliz, con la ilusión de sentirme adorada, piensa con la vista clavada en el cortijo difuminado entre la niebla, que ahora ve gris, vulgar, sin ningún encanto.

Desde que lo conoció le llena las manos de regalos, y los oídos de lisonjeras palabras. Te quiero, le repetía una y otra vez mientras la besaba, y le promete que en cuanto se separe de su mujer formarán una familia, y ella, entonces casi una niña, lo escucha con la emoción del amor aterciopelándole las pupilas. Cuando ya solo sabe vivir entre sus brazos, sumisa, rendida, subyugada por su presencia, la invita a pasar unos días en el campo, y ella acepta ilusionada. Sin embargo, cuando recorren el camino de dorado albero que los llevaba hasta lo que le pareció un romántico edificio, las sombras de los cipreses que lo enfilan, grises, turbias, como un mal presagio, iban cayendo sobre ella como si fueran los barrotes de la cárcel.

Después de unos días, le pidió que se quedara a vivir allí, en aquel cortijo abandonado, sin que nadie sepa dónde están, le decía, así su esposa no podría estropear su felicidad, y la convence susurrándole palabras de amor, hablándole del poco tiempo que falta para contraer matrimonio, para llenar la casa de niños. Y se quedó. De eso hacía ya dos años.

Al principio solo la acaricia con la yema de los dedos, y ella estremeciéndose de placer, no entiende por qué la desea de esa manera. Luego, le deja el cuerpo lleno de marcas que trémula, con mimo, palpa, una a una, para después esconderlas. Más tarde, comenzó a mostrarle fotografías de otras mujeres, obligándola a imitarlas mientras él, lascivo, la mira y se manosea. Siguió obligándola a realizar juegos en los que ahora se sentía humillada. Luego, sin decir nada, una noche no apareció. Cuando después de unos días escucha las ruedas del coche sobre la tierra, asustada corre a sus brazos, y él, como el que juega con el plumaje de una paloma, le sonríe pasándole un dedo por la mejilla. Y así fue espaciando sus noches y sus días, hasta que casi desapareció de su lado, y aunque aquel angustioso abandono muchas veces le hizo desear la muerte, seguía esperándolo en aquella destartalada casona a donde nunca iba nadie.

Una noche volvió con otra. Los escuchó reírse a carcajadas. Venimos hambrientos, masculló, que, rápido, muy rápido, les preparara algo para cenar y que luego se fuera, que no quería verla. Y ella, ya completamente sometida, le dejó una bandeja encima de la mesa de la cocina. Iba apareciendo el sol entre los retazos de niebla, cuando por una rendija de las contraventanas de su dormitorio, los vio marcharse.

Al día siguiente vuelve solo. Entra, y como si fuera su criada, le ordena altanero qué le dé de cenar. Se sienta a la mesa y ella, enfrente, lo ve comer en silencio. Le parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento. De pronto levantando la cabeza la mira con odio. ¿Es que no se da cuenta de que no quiere volver a verla? ¿Es que no tiene dignidad? ¿Qué es lo que tiene que hacer para que lo entienda? La mujer dobló la nuca. El hombre se levanta y clavándole las uñas en los hombros, le ordena que se largue por la mañana. Después, arrollando las sillas que encuentra a su paso, sale del comedor. Y ella, como una muñeca autómata, se queda recogiendo los platos.

Por la noche la despiertan sus gritos llamándola. Cuando entra en la habitación en la que tantas veces durmieron juntos, lo ve de pie al lado de la ventana. Tambaleante se le acerca. Percibe sus ojos vidriosos y el olor a alcohol. Quiere huir. Da un paso hacia atrás y tropieza con una mesita. Escucha el ruido del jarrón que se rompe al caer al suelo. Torpe. Mira lo que has hecho, le grita cruzándole la cara con la palma de una mano que le parece de piedra. Sus dedos ceñidos a la nuca, la arrastran hasta la cama.

Cuando lo vio dormido a su lado, por primera vez lo odió.

Se queda mirando manar la sangre de su cuello hasta que aquella piel que tanto había adorado, se vuelve azul. Le asombra que sus dedos, que aún sostienen un trozo del grueso cristal azul del jarrón, no tiemblen. Tengo que irme. Tengo que huir. Rebusca en los bolsillos de su chaqueta, de los pantalones tirados en el suelo, coge de la cartera todo el dinero que encuentra. Luego las joyas, los regalos y minuciosa, cuidando de no dejar nada suyo, hace la maleta. Con la rapidez del que pierde el tren hacia un soñado viaje, limpia el baño, lava las sábanas y vuelve a hacer la cama. Después, como si fuera un trabajo de orfebrería, pasa minuciosamente un paño por todos los muebles que había tocado, revisa los estantes, los cajones... Nunca nadie podría decir que estuvo allí. Cerró la puerta y salió de la silenciosa casa.

Agarrada a los fríos barrotes comienza a gritar golpeando la frente contra ellos. Ya serena, levanta la vista y observa el camino de tierra, los cipreses, y allá, al final, el cortijo, que ahora no le parece el mismo edificio pintado de resplandeciente blanco que admirara la tarde que llegó, ahora lo ve siniestro, lóbrego, umbrío. Suspira profundo, y dándose la vuelta, vuelve a subir al coche.

Conduce limpiándose las lágrimas con la mano. Olvidando el dolor de los golpes, comienza a reírse y sus risas se van mezclando con las lágrimas hasta que las carcajadas retumban como truenos en el techo del vehículo. Baja la ventanilla y grita al viento que no hacía falta que él hiciera nada. Solo tenía que decirle que se fuera.




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