Tenía trece años cuando ocurrió, su madre había muerto un
año antes, pero aquello nada tuvo que ver. Fue la naturaleza la que provocó la
transición. A la niña, que entonces era, todos aquellos cambios la cogieron
desprevenida.
Los primeros indicios fueron las miradas de admiración
dirigidas a su pelo abundante y dorado, que, hasta entonces, había llevado
peinado con trenzas y lazos. Recuerda el sobresalto que le produjo la
insinuación de sus pequeños pechos en los vestidos de niña que, de un día para
otro, se quedaban cortos y estrechos. A pesar de que la habían advertido, ella
se asustó con la primera regla al ver manchadas de rojo sus braguitas de
algodón. Ante de mirarse en el espejo, sabía que tenía un rostro hermoso, pero
aquel rostro era para ella el de una desconocida al que tuvo que acostumbrarse.
Aunque, partir de entonces, empezó a usar medias, zapatos
de tacón, pintalabios y sujetador, signos externos que la hacían parecer mayor,
no obstante, no controlaba sus sentimientos. Se ruborizaba por cualquier cosa y
lloraba por menos. La entristecían los atardeceres, el frío y la pobreza. Se
ensimismaba con frecuencia y le gustaba soñar.
Creyó estar enamorada unas cuantas veces. Primero de su
primo, bastante mayor que ella, que la trataba como a una niña y la tiraba de
las trenzas. Luego, de su profesor, no obstante, también creyó tener vocación
de monja y se veía a sí misma cuidando enfermos o enseñando a leer a los niños
en tierras de misiones.
Poco a poco, dejó de soñar y la realidad se impuso. Fueron
las dificultades, que tuvo que superar lo que la convirtieron en una mujer
adulta: las responsabilidades que asumió al vivir con su padre y sus hermanos,
todos varones, sin referencias femeninas a su alrededor, tenía amigas y una tía
soltera y muy beata, pero eso no contaba. Sentía el peso de tomar decisiones,
que no correspondían a su edad.
Un día se levantó
con la determinación de tomar las riendas de su vida. No podía dejar que las
circunstancias decidiesen por ella. Dejó la casa, dejó la familia y dejó el
pueblo, con dolor, nostalgia y hasta remordimientos. Quería trabajar y
formarse, vivir de su trabajo, ser libre. Lejos de todos los que habían formado
parte de su vida, sintió la soledad y el desaliento, pero no se arredró, sabía
que solo podía contar con ella misma. Ya era toda una mujer.
© Socorro González-
Sepúlveda
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