martes, 29 de diciembre de 2020

Cristina Vázquez: Trabajo nocturno


No podía olvidar las primeras palabras de la señora, le rebotaban en la cabeza y en el corazón, tanto que creyó que iba a reventar los brillantes botones de su uniforme. Se veía elegante con su levita cruzada azul marino, la corbata de plastrón y unos botines acharolados que había heredado del portero anterior, pero que aún estaban en buen estado y él, Severiano, los cuidaba con esmero de orfebre.
Por las noches muy tarde, casi en la madrugada, antes de echarse a dormir después de haber cerrado la puerta al último cliente o haber llamado un coche de punto, refugiado en su buhardilla, cepillaba el uniforme y con un paño mojado en leche limpiaba los botines. Volvía a recordar con emoción el momento en que la señora se dirigió a él con picardía.
Era un orgullo ir bien aseado, pues al fin y al cabo, había conseguido un puesto de relumbrón: portero de Lhardy. Casi nada. Gracias a la recomendación del anterior, paisano del mismo pueblo de Galicia y que le había sacado de ir con el chuzo y el farol abriendo puertas. Y las propinas no eran comparables a las irregulares del vecindario del barrio de Pozas.
—Con lo bien plantao que eres, harás carrera —le reconoció al despedirse.
 A él se le quedaron grabadas esas palabras como diamantes la noche que le alertaron de que iba a llegar una visita muy importante. Tenía que estar atento porque la señora no iba a utilizar la entrada principal, sino que subiría por la escalerita que daba a la puerta pequeña.
Apareció un discreto coche tirado por dos preciosos caballos negros, con una coronita pequeña en la puerta. Se bajó una mujer en la treintena, rubia, clara de piel y con unos ojos azules grandes y algo saltones. Le recordó, más entrada en carnes y con más años, a la Virtudes, la moza que le robaba el corazón y esperaba poder traérsela a Madrid en cuanto tuviera un poco de ahorros y seguridad. El mismo color, se decía, mirándola con disimulo.
—Anda, no mires tanto al suelo y dame el brazo —su voz sonó grave y melodiosa.
Él, erguido como un húsar, le ofreció su brazo y la acompañó a la entrada que le habían indicado. Al traspasar el umbral la señora que le llegaba al hombro, le miró con detenimiento alzando la cara, pues Severiano era de buena estatura y complexión fornida. Y sintió como su mirada le recorría sin prisa el frondoso bigote rubio y la boca de religiosa perfección. A Severiano le empezó a temblar el alma. ¡No podía ser que fuera ella! La había reconocido de los cuadros y los billetes y sin venir a cuento, se quitó la chistera y se dobló de tal manera que casi empuja a la regia dama.
—Déjate de reverencias y ayúdame a subir las escaleras —dijo socarrona.
Como eran muy estrechas él se colocó de espaldas a las mismas sujetándole las manos. Renqueaba con cierta dificultad por lo abultado de las faldas y de ella misma. En una vuelta casi se queda encajada.
—Si sigo comiendo los cocidos de este sitio van a tener que ensanchar la escalera —rio con franqueza.
Le pidió que la alzara del suelo para acceder el otro tramo. Así lo hizo, y mientras la sostenía con dificultad, su perfume de nardos le inundó y se trastornó al tener tan cerca una mujer tan fina. Ella se reía con desparpajo, animándole, vamos, que ya casi lo conseguían. Y al llegar arriba la esperaban maîtres y camareros doblados. Con disimulo se quitó una pulsera y se la dio.
—Con lo guapo que eres seguro que tendrás una enamorada —-se le hicieron dos hoyuelos en la redonda cara y le apretó la mano —. Regálasela, pero no te vayas lejos.
A partir de ese día le subieron el sueldo y le compraron unos botines nuevos. Esperaba con impaciencia la llegada del discreto coche negro, pues siempre le caían unos doblones o alguna joyita. Al fin y al cabo, como era un buen empleado, concienzudo y serio, cumplir con el deber en el comedor interior forrado de cordobán, no podía decirse que fuera un trabajo muy duro.
Él pensaba en su Virtudiñas, ya le enseñaría lo que era ser un señor de los pies a la cabeza.

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