lunes, 29 de noviembre de 2021

Cristina Vázquez: El buen dormir

 


Siempre fue nerviosa. Ya lo decía su madre que desde niña siempre durmió mal.

A Matilde le alteraban el sueño la luz de las farolas, o el ruido de los transeúntes al pisar la alcantarilla, o los maullidos de Pandolfo, que la niña afirmaba doctoral eran almitas del purgatorio.

—Delicadezas de princesa tiene mi hija —afirmaba contundente la madre a sus compañeras de costura en el taller donde trabajaba.

Y sin duda, delicada resultó Matildita para el dormir. En cambio, aunque nunca perdió su aire doctoral, al crecer, este se fue suavizando en una cara de simpáticos hoyuelos, nariz respingona y una expresión de pícara inteligencia en los ojos. Además, fue una estudiante aplicada que le permitió licenciarse en Geografía y con tal motivo pretendía recorrer mundo para conocer los accidentes geográficos en su esencia, aseguraba pomposa.

Consiguió una beca para venir de su Chile natal a estudiar a la madre patria. Antes de empezar el curso se fue a vivir a casa de unos parientes en Galicia, lugar nombrado tantas veces con melancolía por la madre, que adornaba esa tierra con todas las virtudes y bellezas que recordaba de su infancia.

Y allí apareció la chilenita, como la llamaron desde el primer momento, causando curiosidad y sorpresa a los del pueblo. La tía abuela Jacinta la instaló en el mejor cuarto del primer piso de su vivienda. Una habitación aseada y llena de recuerdos, algunos de su madre. Una habitación que Matilde sintió como propia nada más entrar.

Agotada, se acostó en la cama un poco húmeda en el que se mezclaba el olor a espliego y a lejana boñiga de los animales. Una cama blanda, acogedora, en la que esperaba soñar y soñar. Pero al apagar la lámpara, pese al antifaz que siempre se ponía para que no le molestara la luz y los tapones en los oídos, una claridad intermitente e intensa que se colaba bajo las contraventanas, y el ruido de los cascos de los animales por la trocha le impidieron dormir.

A la mañana siguiente, la cara de desolación de la tía Jacinta al ver lo demacrada que estaba la sobrina, era sincera.

—¡Ay! pobre Matildiña, después del viaje tan largo, no dormir —le decía pesarosa—.

Es una faena.

De repente, se le iluminó la expresión a la anciana mujer y afirmó que tenía la solución. Llamó a una vecina y dio unos recados. Le dijo a la chilenita que no se preocupara que todo tenía remedio.

—Ya verás como sí —y una sonrisa algo desdentada iluminó la cara de Jacinta.

Al cabo del rato llamaron a la puerta y apareció un mocetón cumplido. Alto, rubio tirando a rojizo, con una suave pelusilla en los brazos y unos ojos de un azul tan intenso, que parecían haberse bebido el mar.

—Este mozo es Luisiño, el más seguro de la comarca. Te dará un paseo en su barca y dormirás.

Matilde no entendía la relación entre el dormir y la barca, pero se fue encantada con el hombretón que enseguida la enlazó por la cintura guiándola con seguridad hacia el faro. Se pararon un momento a contemplar la increíble torre que aún alumbraba desde los romanos, le dijo él.

—La Torre de Hércules —añadió ella con su encantador aire doctoral y una mirada apreciativa al faro y al hombre

—Tú vas a dormir bien —le aseguró sonriente Luis— y no volverás a irte lejos, porque si no yo tendría que subir a lo alto para llamarte a través de la mar océano y no quiero.

El hablar suave, las cosas sorprendentes que le iba contando y su presencia firme, dulce y próxima, le dieron una flojera a Matilde que ella interpretó como efecto del cansancio y el cambio de horas.

Al llegar al pie del faro, una barquita pintada de verde se balanceaba esperando a su dueño, pero la joven aseguró que se sentía incapaz de subirse a ella pues se marearía.

—No te preocupes, bobita, ese dulce balanceo no marea, pero tengo una cabaña ahí abajo, también de tiempos romanos, donde estaremos tranquilos.

Tranquilos no estuvieron, pues el dulce balanceo fue de otro oleaje y cuando Luis la tocó en el hombro ya era de noche y entraban las ráfagas de luz del faro por debajo de la puerta.

—Ya te dije que dormirías.

La vieja Jacinta en su casa, se acababa un puro sentada cerca del fuego con una comadre.

—Ya lo sabía yo que Luisiño la haría dormir —escupió una hebra de tabaco—. Espero que acepte el dinero pactado, porque son muchas las horas que lleva con la chilenita. Pero es que no hay nada peor que no dormir. Si lo sabré yo.

Y se arrebujó en el chal mirando cómo las llamas se iban consumiendo.

© Cristina Vázquez

sábado, 27 de noviembre de 2021

MJ Pérez: El amor más importante

 

No sé en qué momento me di cuenta de que tú eres la persona que de verdad necesito a mi lado. Eres quien me hace feliz, quien me da las fuerzas para seguir adelante, quien siempre está conmigo y nunca me deja atrás. Tú no pasas por mi vida, tú eres mi vida, y sé que nunca estoy sola si tú estás aquí.

Tú has pasado a ser lo primero en lo que pienso al despertarme y mi último pensamiento antes de irme a dormir cada noche. Eres mi fuerza, mi compañía y quien me sostiene. Me das fuerzas, me sumas voluntad cuando más la necesito. Tus ojos, brillantes y llenos de sueños, me dan valor, tu fuerza me empuja y sé que nunca me faltarás.

Vuelvo a mirarte una vez más. Como hago cada vez que tengo la oportunidad. Hoy estás despeinada y con cara de no haber tenido la mejor noche. Ayer dormimos poco. Pero tu sonrisa no se apaga y yo te la devuelvo a la vez. Alargo la mano y toco la pulida superficie del espejo. Si estamos juntas, puedo con todo.



Porque tú, mi reflejo, eres el amor más importante que necesito. Porque sé que mientras te quiera tanto como tú me quieres a mí, puedo con todo lo que venga y vendrá. Juntas podemos.

 

Lo podemos todo

 

 

 

© MJ Pérez

jueves, 25 de noviembre de 2021

Lugares de peregrinación: San Andrés de Teixido (Galicia)

 


Famoso santuario, situado en un enclave espectacular muy próximo a unos de los acantilados más altos de Europa con vistas al océano Atlántico, donde se puede oír el viento y las olas batir contra las rocas. Lo encontraréis en Cedeira, provincia de A Coruña, ya que pertenece a la comarca de Ferrolterra, en las rías altas gallegas.

Allí «va de muerto quien no fue de vivo». Y es que según la leyenda Andrés, el apóstol, como buen pescador, llegó a San Andrés de Teixido por mar. El batido oleaje del Atlántico condujo su barca contra los descomunales acantilados y allí quedó petrificada, asomando la quilla para que podamos ver, hoy en día, lo que a simple vista es una roca inmersa en el océano.

Jesús le encomendó este lugar al santo, donde se asentó y levantó su templo gótico de estilo marinero. A cambio de habitar en una serranía tan remota, el Señor le prometió que todo el mundo habría de peregrinar a su lugar de culto, comprometiéndose incluso a que aquellos que no lo hiciesen en vida acudirían a San Andrés de Teixido, reencarnado en animal, tres veces, antes de entrar en el Reino de los Cielos.

Los romeros tenían y tienen la costumbre de dejar una piedra en los «milladoiros», túmulos de piedras, que se encuentran en lugares determinados: cerca de un santuario, cruce de caminos, parajes sagrados… Las piedras de los milladoiros, dice la leyenda que: «hablarán en el Juicio Final» para decir qué almas cumplieron con la promesa de ir a San Andrés.

En las cercanías, al lado de las cuestas de bajada al santuario se conservan más de media docena de milladoiros, formados por miles y miles de piedras que los peregrinos han ido depositando a lo largo de los siglos.

Se cree que la peregrinación a Teixido comenzó​ a partir de la Edad del Hierro, durante la cultura castreña, aunque de hecho el primer registro de la existencia de peregrinación aparece en el año 1391, en el testamento de una señora de Vivero, cuyo original en gallego antiguo dice así:

Iten mando yr por min en romaria a Santo Andre de Teixido, porque llo tenno prometudo, et que le ponnan enno seu altar hua candea commo he hua muller de meu estado. (original en gallego, 1391).

Hago ir por mí en romería a San Andrés de Teixido, porque se lo tengo prometido, y que le pongan en el altar una vela del tamaño de una mujer de mi estado. (traducido al castellano).

A San Andrés de Teixido hay que ir preferiblemente en vida. Es más seguro. Para aquellos, que por desconocimiento, incredulidad o pereza no lo hacen, recuerden que tendrán que ir después de muertos. Es por ello que en el camino de San Andrés de Teixido encontramos especies animales de todo tipo, y los vivos deben tener cuidado al pisar para no interrumpir a las almas en peregrinación.



martes, 23 de noviembre de 2021

Emelina López: Yambambó



Canto negro: Yambambó

Autor: Nicolás Guillén

Soprano: Emelina López Morejón


La música es el arte más directo, entra por el oído y va al corazón.


domingo, 21 de noviembre de 2021

Tratado de los Toros de Guisando

 

De Cruccone - Trabajo propio, CC BY 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=12758047


En 1464 Castilla vive tiempos convulsos. Por aquel entonces era rey Enrique IV de Trastámara. Un grupo de nobles castellanos espoleados por Juan Pacheco, marqués de Villena y Maestre de Santiago, se rebeló con la intención de hacer abdicar al rey y deponer a su valido, Beltrán de la Cueva. Los nobles rebeldes llegaron a realizar una ceremonia, la Farsa de Ávila de 1465, en la que depusieron simbólicamente a Enrique IV y entronizaron en su lugar a su medio hermano Alfonso. La muerte del infante en julio de 1468, complicó el panorama, y convirtió a Isabel, en la candidata de los nobles rebeldes.

Sin embargo, la infanta prefirió, en principio, no tomar el título regio, pero sí el de princesa y pactó con Enrique. Ambos se reunieron en el cerro de Guisando, muy cerca de la actual localidad abulense de El Tiemblo, en una venta donde hoy, en la explanada por donde discurría la cañada real, se ve un conjunto de toros o verracos de piedra de origen prerromano. El rey llegó desde Cadalso, la infanta desde Cebreros, tal y como detallan las crónicas.

El pacto fue firmado el 18 de septiembre de 1468, siendo ratificado al día siguiente. Por tal jura, Isabel fue proclamada princesa de Asturias y reconocida como heredera de la Corona de Castilla. El matrimonio de la princesa debía realizarse solo con el consentimiento previo del rey. Juana, la hija de Enrique IV, quedaba desplazada de la posible sucesión, al declararse nulo el matrimonio del rey y la reina.

Sin embargo, la boda de Isabel con Fernando, el heredero del trono aragonés, celebrada en 1469 en Valladolid y que no contaba con la aprobación del rey, motivó el repudio de la Concordia por Enrique IV. El rey reconoció nuevamente los derechos de su hija Juana en la Ceremonia de la Val de Lozoya, el 25 de noviembre de 1470.

Con la muerte de Enrique IV comenzó la guerra civil por la sucesión. Y ya se sabe que venció la futura reina católica, Isabel.

Algunos historiadores del derecho discuten la veracidad del Tratado de los Toros de Guisando, dado que no se ha conservado ningún documento original. Lo que sí nos han llegado copias como la conservada en el Archivo de la Casa de Villena, Fondo Frías del Archivo Histórico Nacional de Pares. Y es que el marqués de Villena fue uno de los principales artífices de este pacto, por lo que resulta verosímil que una copia se guardara en el Archivo de su casa.


            Isabel de Castilla          Enrique II de Castilla

viernes, 19 de noviembre de 2021

Liliana Delucchi: Eternidad

 


Al ver la bruma roja dibujarse en el horizonte supo que era cuestión de horas que llegara a la playa y lo envolviera todo. Por eso abrió la ventana del faro y se dispuso a esperar. Dejaría de ser Pedro Altúnez y una mano invisible le iba a informar a través de un escrito su nuevo nombre, su nueva identidad.

Todo comenzó hace más de dos mil años, cuando una vez retirado del ejército lo destinaron a ese lugar del fin del mundo. A controlar el faro, le dijeron. A los cincuenta años ya tenía que retirarse de la Legión. La XIII, a la que había pertenecido desde que se hizo soldado para defender a Roma. Entonces se llamaba Tito Cornelius. Caminó, construyó y luchó en los confines del Imperio, y al llegar la hora de su licencia le dieron unas tierras allí donde acababa el mundo con el encargo de custodiar el faro. Al principio le supuso un buen descanso para un guerrero, pero transcurrido un tiempo la soledad y la búsqueda en su memoria de algún momento de fama, de reconocimiento por su labor, lo llevó a fantasear con un pasado que no había tenido y deseó volver atrás, recuperar su juventud.

Allí arriba, mientras miraba a esos hombres uniformados dando órdenes en la playa, descubrió el sentimiento de fracaso. Un ex legionario que nadie recordará, se dijo mientras saludaba con la mano a quienes partían una vez más hacia la metrópoli.

—Lo único que quiero es volver atrás, tener veinticinco años y la posibilidad de hacer algo grande —gritó a la ventana abierta al mar, mientras apuraba la última copa de vino antes de desplomar su borrachera sobre la mesa.

El aire fresco lo hizo recuperarse. Fue entonces cuando la vio por primera vez: La bruma roja que avanzaba hacia el faro y, dibujada entre algo que parecían nubes, la figura de una mujer. ¡Venus! Si no era Venus sería otra diosa, porque le habló, le dijo que le otorgaba el deseo, que regresaría a su juventud pero con la condición de que no abandonara el faro, pues simplemente desaparecería.

—¿Qué acto de grandeza puedo hacer aquí? —preguntó mientras se arrodillaba ante la imagen.

—No lo sé. Eso es cosa tuya. Yo solo te concedo la inmortalidad —respondió la diosa antes de desaparecer.

Veinticinco años pasaron y el día que volvió a cumplir los cincuenta la bruma roja retornó a la deidad. Esta vez no habló, solo le dejó un papel con su nuevo nombre. Esto se repetiría siglo tras siglo.

El Imperio Romano cayó, otros pueblos se hicieron con el lugar, pero el faro se mantiene hasta hoy.

El antiguo legionario cambió de fisonomía y de nombre muchas veces, de la misma manera que cambiaron los barcos y los paisajes, sus jefes y sus lenguas, sin embargo no logró llevar a cabo la acción gloriosa por la que pidió volver a la juventud.

Hoy torna la bruma, hoy se inicia un nuevo periodo. Pedro Altúnez baja las escaleras del faro. Duda frente a la puerta, sin embargo, la abre. Un paso, dos. Se encamina hacia las piedras, pero no llega a la orilla.

Ahora todo es silencio.

© Liliana Delucchi

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Paula de Vera García: Un día especial (Ban & Elaine) - Parte II

 


Aquella mañana, el Bosque de Benwick lucía frondoso y brillante como nunca, bajo un sol casi primaveral que lucía en un cielo despejado de nubes. Ban aspiró con deleite mientras salía del Gran Árbol, su hogar, y se encaminaba hacia el interior de la foresta. Si tenía que ser sincero, ni en sus mejores sueños hubiera imaginado tener una vida semejante. Una mujer maravillosa, un hijo precioso y un reino a sus pies… Aunque sin demasiados humanos, claro.

Ante aquel pensamiento, el hombretón rio para sí y sacudió la cabeza. A pesar de todo y por muchos años que pasaran, Ban tenía que admitir que seguía manteniendo su máxima respecto a sus relaciones con otras criaturas: con los humanos, para bien o para mal, no se terminaba de entender. Aun así no se había podido negar cuando, hacía escasos meses y tras reunirse con Meliodas en su nuevo hogar, este había insistido en poder tener buenas relaciones entre sus respectivos reinos. Lo que incluía, por otro lado, permitir a los humanos entrar a Benwick para comerciar. Sólo tras la amorosa insistencia de Elaine, el rey de aquel universo mestizo había decidido claudicar por fin.

Quizá por ello, Ban no debió sorprenderse en absoluto cuando su vista atisbó un carro rodeado de jarana, situado a unos metros hacia el norte de su camino. Sin prisa, el rey se aproximó caminando despacio hacia allí; aunque debió suponer que toda actividad cesaría de golpe como lo hizo al hacer su aparición en el pequeño claro.

―¡Majestad! ―exclamó un hada.

―¡Rey Ban! ―se exaltó otra―. ¿Qué hacéis aquí? ¡Qué honor!

El aludido sonrió, educado apenas por costumbre ante aquellos alardes, pero sin perder de vista al incrédulo comerciante parapetado junto a la enorme carreta atestada de trastos.

―Rey… ¿Ban? ―musitó este, en un tono tan bajo que este creyó casi que no lo había oído bien.

Sin embargo, ante la pregunta el humano más alto reprimió una sonrisa sardónica; se adelantó un par de pasos y saludó al vendedor con una inclinación de cabeza.

―Saludos, comerciante. Precioso día ¿verdad?

El otro humano, de talla casi ridícula en comparación, lo observó boqueando durante varios segundos que se hicieron eternos, como si no supiera qué responder de buenas a primeras.

―Ah, eh… ¡Sí, claro! ―reaccionó al final, llevándose la mano de inmediato al sombrero a modo de saludo, mientras sonreía con aire avergonzado―. Buenos días, majestad. Es un honor tenerle por aquí.

Ban contuvo el impulso de poner los ojos en blanco. Tras su reciente nombramiento como monarca, todavía no había conseguido liberarse de la incomodidad que le provocaba que intentaran adularlo, fuera en el contexto que fuese; sin embargo, tras contar hasta cinco en su mente, el rey se limitó a mostrar media sonrisa que pretendía ser conciliadora y se acercó un paso más, las manos en los bolsillos y en actitud indolente.

―No puedo quedarme mucho, vendedor ―aseguró Ban, sin alzar la voz, pero en un tono algo más amistoso―. Sólo venía a ver si tenías mercancía apropiada para un crío de apenas un año.

El comerciante le dirigió una rapidísima mirada intrigada, aunque no escapó a la aguda percepción del monarca. No obstante, este se limitó a mantener el gesto afable todo lo posible mientras el comerciante terminaba de entender lo que le estaba pidiendo.

―Oh, bueno… ¡Sí, supongo que tengo algo por aquí! ¿En qué estábais pensando?

Ban resopló para sí, meditando. Buscaba un regalo para Lancelot y la idea había surgido casi sin pensar; pero, en honor a la verdad, no estaba seguro de qué podía regalar a su bebé que procediese del materialismo humano. Aun así, no debió sorprenderse cuando su parte más mortal tomó el control de su lengua y respondió:

―Pues, no lo sé, te lo confieso. Sólo quería llevarle de vuelta algún muñeco o un juguete divertido a mi hijo. ―Cuando el rostro del comerciante se desencajó a causa de la comprensión, Ban se excusó con una sonrisa de genuina ignorancia―. Lo siento, no soy ningún experto aún en estos lares…

Sin embargo, tras escuchar aquello fue como si todo recelo del comerciante desapareciese por ensalmo. Al contrario, los ojos le brillaron de una manera curiosa antes de exclamar:

―¡Oh, por supuesto! ¡Por favor, déjeme ayudarle entonces! ―Acto seguido y sin dar tiempo al monarca humano a hacer o decir nada, el vendedor se giró de nuevo hacia el carromato y metió casi medio cuerpo dentro por el costado, mientras no paraba de rebuscar. Al cabo de varios minutos de arrojar objetos a su espalda, el hombrecillo soltó un pequeño grito de triunfo y sacó la cabeza del carromato, luciendo una amplia sonrisa y sosteniendo un bulto de tela en las manos―. ¡Ajá, aquí lo tengo!

Para sorpresa mayor del otro humano presente y ante la atención morbosa de las hadas que se arremolinaban alrededor de ambos, el vendedor le tendió entonces el blando muñeco al rey de Benwick. Este lo evaluó con curiosidad: no tenía nada de especial, en realidad. Los ojos de pequeños botones cosidos en un rostro redondo y abultado de paja. El cuerpo estaba hecho de diferentes retales, desde el cuello hasta las extremidades. Sin embargo, su redondez y blandura lo hacían parecer bastante más adorable de lo que se intuía a primera vista. Quizá por eso, Ban no tardó en tomar una decisión.

―Está bien, me lo llevo ―aceptó. El comerciante asintió―. ¿Cuánto pides por él?

―¡Oh! ―pareció sorprenderse este―. Por favor, majestad. No me debéis nada, de verdad…

Ban frunció el ceño sin acritud, antes de sacudir la cabeza.

―Por favor. No quiero tratos privilegiados, comerciante. Aquí no somos así. ―Al ver que el aludido todavía dudaba, Ban suspiró y se miró en los bolsillos. Aún guardaba algo de dinero de su época en Liones por si acaso necesitaba salir del Bosque o enviar a un recadero al mundo de los mortales, pero hacía casi dos años que no pagaba nada en metálico. Sólo por esa vez...―. Toma, aquí tienes ―indicó, lanzando al vendedor dos monedas de plata―. Espero que sea suficiente.

―Mi señor…

Ban contuvo su diversión a duras penas. Fuera como fuese, no esperaba regatear y así lo demostró dándose la vuelta y dirigiéndose de nuevo hacia el Bosque. De humano a humano y a pesar de la diferencia de circunstancias, Ban sabía lo que podía costar ganarse el jornal diario en su antiguo mundo.

―¡Muchas gracias! ―se despidió entonces, dejando al pasmado comerciante en medio del claro, pero sintiendo que había hecho lo correcto. No obstante, también aprovechó a añadir con alegría―. Ah, y… ¡Bienvenido a Benwick, mercader!

 

***

 

―¡Vamos, Lance! ¡Venga, que tú puedes!

Ante la enésima expresión de ánimo de Jericho de aquella mañana, Lancelot contrajo el rostro en una mueca concentrada al tiempo que volvía a levantar el pequeño pie y posaba la planta con tiento sobre la hierba.

―¡Muy bien, cielo! ―lo felicitó Elaine, sin perder la paciencia―. Vamos, ahora la otra.

Lance apretó el gesto, pero hizo el esfuerzo para alzar su peso sobre la pierna contraria, mientras su madre tiraba apenas de sus manitas hacia arriba y lo ayudaba sin violencia a mantener el equilibrio.

―¡Eso es! Ahora, ven con la tía Jericho ―lo llamó su madrina, acuclillada a apenas dos metros de distancia, abriendo las manos―. ¡Venga!

El niño la observó con algo que parecía cautela, antes de animarse por fin y tratar de dar un paso hacia delante. Con el primero no tuvo problema, tampoco con el segundo; sin embargo, al tercero, Lancelot trastabilló sin quererlo y volvió a caer de rodillas sobre el blando suelo. Dado que su madre todavía lo sostenía por las diminutas muñecas, el golpe no fue nada aparatoso. No obstante, unas pequeñas lágrimas de rabieta asomaron de inmediato al rostro del pequeño, con lo que las dos mujeres presentes se apresuraron a correr a acunarlo entre sus brazos.

―Lance. Vamos, mi amor. Ya está ―susurró Elaine―. Lo estás haciendo muy bien…

―Sí. Venga, que ¡ya vas dando más pasos! ―intentó consolarlo Jericho.
Sin embargo, durante varios minutos no pareció haber manera humana o feérica de hacer que el pequeño dejara de hacer pucheros. Menos aún cuando lo invitaron dulcemente a que lo volviese a intentar; de hecho, en esa ocasión Lancelot se revolvió como pocas veces en su vida y hasta llegó a patalear en brazos de su madre, sin atender a más razones que su propia cabezonería para no seguir intentándolo. Elaine suspiró y cruzó una mirada con Jericho que demostraba cierta impaciencia. Sin embargo, antes de que la humana pudiese decir nada, se escuchó una voz jovial en la puerta que alivió los ánimos de todos los presentes en un segundo.

―¡Hola! ¡Ya estoy de vuelta!

 

Historia inspirada en Ban & Elaine, personajes de “Nanatsu No Taizai”

Imagen: Ban y Elaine, de gissy-kawaii

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lunes, 15 de noviembre de 2021

Nuevo Akelarre Literario nº 74: La librería de Limoges




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Esta evocadora librería de la ciudad de Limoges ha dado alas a nuestras cuentistas para relatarnos historias:

Cómo un librero inicia a un niño en la lectura, su regreso nostálgico a la ciudad y a ese local que le hace recordar la posibilidad frustrada de un amor; una sabia niña que aprende las historias de los libros; la librería como un refugio seguro para una huida o un anciano que logró perpetuar la pasión por los libros con la que su primer propietario llenó su alma. 





Disfrutad con nuestros cuentos

domingo, 14 de noviembre de 2021

Julia de Castro: Aquitania de Eva García Sáenz de Urturi

 



Leonor, hija de Guilhem X, duque de Aquitania se convierte en duquesa de Aquitania y condesa de Gascuña en 1137 a los 13 años después de la muerte de su padre, en oscuras circunstancias, durante una peregrinación a Santiago de Compostela. Esta triste noticia deja a Leonor huérfana de padre y sola ante las intrigas por la riqueza y el poder de Aquitania, de aquel que ella considera el asesino de Guilhem, Luy VI de Francia, el rey Gordo.

Leonor pierde al mismo tiempo a su tío y amante, Raimond de Poitiers que se retira de la escena viajando a Tierra Santa, con el fin de encontrar pruebas sobre el asesinato de su hermano y para no alimentar las aspiraciones de algunos señores aquitanos que desean verle dirigiendo el ducado en lugar de una mujer.

En su afán por averiguar las circunstancias de la muerte de su padre y vengarse de los Capetos, trama un plan que la llevará a contraer matrimonio con el hijo de su enemigo y futuro rey de Francia, Luy VII, el Rey Niño. Con esta boda, además de Duquesa de Aquitania se convertirá en reina de Francia y parirá aquitanos que, en un futuro, gobernarán Francia por encima de la odiada estirpe de los Capetos.

La historia logra captar la atención del lector desde las primeras páginas. Intrigas, mentiras, asesinatos, misterios y el punto femenino en una época y un mundo profundamente arraigado en el poder de los hombres y en el que tiene que jugar sus cartas una joven, casi niña, Leonor, son los ingredientes que utiliza la autora para acercarnos a la vida del personaje histórico.

Además de Leonor y los principales protagonistas, la novela nos presenta otros personajes, más o menos históricos, que aportan interés y fuerza al texto, aunque he echado de menos más profundidad en algunos, como: el oscuro consejero del rey, Thierry de Galeran; el astuto abad de San Denis o Adamar, aya de la duquesa.

Este relato basado en hechos históricos, adaptados a conveniencia del desarrollo de la novela, me ha resultado fácil de leer, si bien, tanto personaje apenas esbozado se me han hecho algo embrollados, así como ciertas subtramas que resultan, al igual que el desenlace, un poco forzadas.

Para todos aquellos amantes de las lecturas avaladas por grandes editoriales, con Aquitania, Eva García Sáenz de Urturi, ha sido premiada con el Planeta 2020.


 © Julia de Castro

Mi invierno en libros

Enero 2021



sábado, 13 de noviembre de 2021

Malena Teigeiro: La luz del faro

 


La noche que en el cementerio de San Amaro enterraron a Marina y a Juan el mar estaba quieto, tranquilo, y la luz de la luna brillaba sobre él. Sin embargo, la bocina de la Torre de Hércules no dejó de sonar y su rayo de luz, brillando más que nunca, a modo de blanco sudario barría la costa del cementerio.

La barquita de Juan se fue de pesca como cada madrugada. A él le agradan aquellas horas en las que la luz y la niebla envuelven a su barca y al horizonte. Le gusta también porque cuando antes de salir de su casa besa a Marina, esos días de niebla la piel del rostro, del cuello de su mujer, es cálida, perfumada. Al abandonar la habitación después de acariciarla, Juan se envuelve en una bufanda. De ese modo, piensa, retiene el calor de Marina en los labios impidiendo que le entre el frío de la mar. A veces ella se despierta y abre los ojos, sonrientes, dormidos, del color de las aguas marinas. Entonces saca los desnudos brazos de debajo de las sábanas y lo abraza, pero no como por la noche. Ese es otro abrazo, sonríe Juan malicioso. Y también le agradan esas horas porque así contempla cómo el sol rompe y atraviesa la niebla, y él, con el recuerdo del color de los ojos de Marina, mira hacia el final de la mar, allí por donde en los atardeceres sale la luna. Y los compara. Los de ella eran todavía más verdes y transparentes. Aquella mañana, cuando como siempre la besa, a ella se le pasa una nube por la frente. Aprieta con fuerza los ojos y él vuelve a besarla. Esta vez no quiso mirarlo. La negrura de su presentimiento no le permite tocarlo, ni tan siquiera con la mirada. Le ruega que no pierda de vista al faro no fuera ser que choque con alguna roca. Él se despide revolviéndole el pelo. Inquieta, la mujer se vuelve a dormir.

De pronto a Marina la despertó el ruido de una puerta al cerrarse con fuerza. Se levantó y se acercó a la ventana. Las olas de la galerna que había comenzado a rugir justo después de la madrugada, justo después de que Juan se fuera, crecidas por la fuerza del viento, desparramaban la espuma por las peñas con la furia de las bestias enfadadas. La bocina del faro de la Torre de Hércules con dificultad se colaba entre el aullar del viento. Marina corrió hacia la dársena. Al atravesar los jardines, los cabellos de las palmeras se revolvían con locura. La joven vio entrar en el puerto a los que saliendo más tarde que su Juan, pudieron volver a su refugio. El de él, no. Hacía ya rato que, saltando las olas, Juan dejó la bocana y cuando lo hizo, la luz de su barco y la del faro se cruzaron formando una blanca cruz sobre el agua. El corazón del marinero se agarrotó. Mala señal, pensó sacudiendo la cabeza como si quisiera echar fuera los malos pensamientos. Bobadas, se dijo abrochándose el chaquetón.

Marina voló por el muelle gritando su nombre. A trompicones se deslizaba entre las olas que luchaban contra el espigón. Eran altas, fuertes, rabiosas. Pasándole por encima, la azotaban sin que nadie se atreviera a seguirla. De pronto la vieron desaparecer envuelta en la espuma de una ola grande, blanca, de triste barriga amarilla. Ella no se asustó. Sonriendo, mecida en el vientre de la ola, la muchacha se dejó ir hasta el final del cielo, hasta allí en donde sobre un rayo de luz sabe que Juan la espera.

Pasó la galerna y los barcos que salieron a buscarlos regresaban al puerto tristes, con la cabeza baja. Hasta que, ya por la noche, al farero le pareció ver algo sobre la fina arena de la playa de las Lapas. Dio aviso.

Y allí, al pie del faro, vestidos de algas, los encontraron abrazados. Sonrientes. Parecían dormir.

© Malena Teigeiro

jueves, 11 de noviembre de 2021

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El herrero

 


 

Siempre andaba tiznado. Sus ojos claros destacaban en el negro de la cara. Era un hombretón poderoso, como un gigante.  Cerca de su casa estaba la fragua, negra y estrecha. Una ventana dejaba salir las chispas de fuego al golpear el hierro.  Su hijo mayor le ayudaba en sus tareas, que no eran muchas, porque en el pueblo había dos herreros y caballerías para herrar. Era pobre, muy pobre. Lo que ganaba en la herrería no le llegaba para alimentar a su numerosa prole.

La esposa del herrero era grandota, como corresponde a la esposa de un gigante. Siempre se la veía con un niño en la cadera, otro en la mano y un tercero cogido de sus faldas. No paraba en casa. No le gustaba porque era fea. No tenía ventanas ni puertas; las habitaciones estaban separadas por cortinas. Las camas casi nunca estaban hechas y en la cocina, junto a una lumbre escasa, se arrimaba un puchero en el que se iba cociendo lo poco que había. En el patio no había un solo árbol de sombra ni plantas con flores. Enredada en la pared había una parra que daba uvas, pero los chicos se las comían antes de madurar.

Los hijos del herrero eran todos guapos. Los había rubios y morenos, con el pelo rizado, enmarañado y sin peinar, pero todos tenían los ojos claros como su padre y los pantalones rotos. Sus caritas de ángeles no les impedían hacer travesuras, ni robar fruta y tomates de las huertas. Tenían dos chaquetas para tres, un jersey y un solo par de zapatos, pero no parecía importarles iban la mayor parte del tiempo descalzos y se turnaban para ir a la escuela.

 La mujer del herrero no pedía, pero recorría las casas más pudientes para ofrecerse a hacer cualquier cosa.

─¿Qué puedes hacer tú?─ le decían. Bastante tienes con cuidar de todos estos.

─¡Qué guapos son!

Entre estas familias, había una que no tenía hijos.  La señora era especialmente cariñosa con los niños y les seguía con los ojos un buen trecho, cuando salían de su casa. Era costumbre, en las familias numerosas, llevar a vivir con sus tíos algunos de sus hijos, sobre todo, si no tenían recursos, pero entre esta familia y la del herrero no existían lazos familiares. No obstante, un día el amo de la casa se plantó en la herrería e interpeló al herrero.

─Mira, tú no puedes alimentar a tus hijos y mi mujer está loca por ellos. Déjame alguno. Yo veré la manera de compensarte.

Aquella noche fue eterna para la pareja. Habló el herrero, lloró su esposa…

─Quiero que mis hijos prueben otra clase de vida. Quiero darles una oportunidad. Aquí nunca llegarán a ser nada… Eso sí, no quiero nada a cambio. No quiero que, el día de mañana, me acusen de haberlos vendido.

Al día siguiente, sin dar tiempo a que su mujer se arrepintiera, cogió a los tres más pequeños y se presentó en la casa.

─Aquí los tienes, mujer, trátalos como si fueran tuyos y quiérelos mucho, que solo Dios sabe lo que nos cuesta separarnos de ellos.

Para evitar escenas penosas, los padres adoptivos, dejaron el pueblo con el pretexto de buscar colegios para los niños y se instalaron en la ciudad.

Se acabó la alegría en casa del herrero. Su esposa daba vueltas por el pueblo enajenada. Contaba, a quien quería oírla, que sus niños volverían pronto y nunca volverían a marcharse. Pronto enfermó y el herrero temió por su vida. Los hijos mayores también abandonaron el hogar, unos para casarse otros para buscar una vida mejor. Quedaron el herrero y su mujer uno frente al otro al arrimo de la lumbre escasa, en las largas noches de invierno. Pensando siempre en sus hijos pequeños y preguntándose si habían obrado bien.

La noticia llegó a principios de otoño, primero fue un rumor, después una certeza. El matrimonio y sus tres hijos adoptivos habían perecido en un incendio en una finca cercana a la capital donde residían. Una o varias chispas de la chimenea, imprudentemente, encendida durante la noche, había sido la causa.

Días después, cuando los pastores sacaban a las ovejas del redil, se encontraron ahorcado al herrero de un álamo cercano al pueblo. Su figura gigantesca se balanceaba y sus ojos, claros como el agua, destacaban abiertos, asombrados, en su tiznada cara.

                                                  

© Socorro González- Sepúlveda

martes, 9 de noviembre de 2021

Patrona de Madrid: Nuestra Señora de la Almudena.

 



Según cuenta la tradición, el rey Alfonso VI de León, tras arrebatar la plaza de Madrid al poder musulmán en 1083 quiso restablecer el culto a la Virgen de la Vega. Entre la comunidad mozárabe madrileña perduraba el vago recuerdo de la existencia de una imagen de María muy antigua, previa a la conquista islámica en el 712, que fue ocultada en la muralla para evitar su profanación. Se desconocía el lugar exacto.

El rey estaba decidido a encontrarla y mientras reconquistaba la ciudad imperial de Toledo, y con el deseo de que no quedase la antigua Iglesia de Santa María, sin una imagen de la Virgen, mandó pintar en la pared de la Capilla Mayor una imagen de María a quien pusieron en la mano una Flor de Lis. La imagen fue consagrada por el entonces arzobispo don Bernardo. Se dice que el autor de la pintura se inspiró en la esposa del rey Alfonso VI, la reina Constanza, para realizar la obra.

La búsqueda de la Virgen de la Vega no cesaba. El 9 de noviembre de 1085, durante una de las solemnes rogativas que se celebraban, iba el rey encabezando la procesión, y al llegar al pie de una de las torres cercanas a la Puerta de la Vega ‒en el lugar en que hoy se sitúa la catedral‒ dos cubos de la muralla se desplomaron dejando al descubierto la imagen sagrada, con dos velas encendidas. El rey le otorgó el título de Real, siendo conocida desde entonces como Santa María La Real de la Almudena.

Esta primitiva imagen, por desgracia, se quemó en el siglo XV, en tiempos del rey Enrique IV. Por eso la imagen actual no tiene nada que ver con la original, ya que es de estilo gótico tardío, realizada posiblemente entre los siglos XV y XVI. Representa a María con túnica rojiza, y rico manto dorado que cubre sus hombros que cae en pliegues por delante en color azul. Sostiene al Niño, desnudo, con ambas manos y reposa en un trono de plata barroco.

No solo en Madrid se venera. Una réplica de esta imagen hecha por el artista cusqueño Juan Tomás Tuyro Túpac se encuentra en la ciudad del Cuzco, Perú, en el templo de la Almudena.

 

Y ¿qué fue de Nuestra Señora de la Flor de Lis?




Con el paso de los años, al construirse el retablo de la Capilla Mayor, el fresco con la imagen de María, el Niño sobre sus rodillas y la flor de lis sujeta con la mano derecha quedó detrás del retablo, permaneciendo en el olvido hasta el año 1623. Hay quienes consideran que tiene un aliento que recuerda al estilo bizantino, por lo que en ocasiones ha inducido error al datarla antes del siglo XIII.

Un día en que la reina Isabel de Borbón, antes de dar a luz a la infanta Margarita, acudió a rezar a la antigua iglesia de Santa María, pidió que se trasladara la imagen de la Almudena al altar mayor, y fue cuando al retirar unas tablas del retablo surgió pintada en el muro la imagen de Nuestra Señora de la Flor de Lis.

Más tarde, Felipe IV mandó a construir un gran retablo para Santa María La Real de la Almudena, y se decidió arrancar la antigua pintura mural trasladándola a los pies del templo.

En 1841 se funda la Real e Ilustre Congregación de Nuestra Señora de la Flor de Lis. En 1868 con la destrucción de la antigua iglesia de Santa María, la pintura se traslada al entonces convento de las Bernardas. Y en 1911 es llevada la cripta de la proyectada Catedral de Madrid, donde permanece expuesta a la devoción de madrileños y visitantes hasta el día de hoy, en el altar lateral izquierdo, junto a la sacristía.

Los días diecisiete de cada mes se ofrece la Santa Misa en honor de Nuestra Señora de la Flor de Lis y al finalizar, se va hasta su altar para cantarle la Salve Regina.

Se trata de uno de los pocos ejemplos de restos pictóricos del románico que hay en la Comunidad de Madrid.


Visitadlas

 


La cocina a mi alcance: Huesos de santos

 



La costumbre de preparar platos y dulces típicos para cada ocasión es una ley no escrita que se llevaba a rajatabla en mi familia y en muchos otros hogares. Comíamos y seguimos con la costumbre de comer las ricas torrijas en Semana Santa, el roscón para el día de Reyes, los huesos de santo en la festividad de Todos los Santos. Son tradiciones que endulzan nuestras fiestas.

He de reconocer que a mí los huesos de santos me empalagan un poco, que me gustan más los buñuelos, pero no creáis que por eso dejo de comerlos. Su forma de hueso pequeño con su tuétano da nombre a este dulce elaborado con pasta de almendra, y normalmente relleno de yema, aunque también podemos encontrarlos rellenos de trufa, coco, chocolate, frambuesa…

 

Ingredientes

Para el mazapán:

200 gramos de almendra molida

150 gramos de azúcar

80 mililitros de agua

ralladura de limón

azúcar glas

 

Para el dulce de yema:

4 yemas de huevo

100 gramos de azúcar

50 mililitros de agua

 

Cuando era niña mi abuela alardeaba de tenerme como pinche de cocina. Lo primero era hacer el mazapán, para ello llevaba a ebullición el azúcar y el agua, y cuando el almíbar empezaba a hervir, añadía la almendra molida y la ralladura de limón. Luego removía bien hasta integrarlo todo. Una vez que estaba fría la mezcla la amasaba y hacía una especie de bola con el mazapán. Y la dejaba una hora y media más o menos para que reposara y enfriase.

Mientras tanto se dedicaba al relleno. Hacía el almíbar a fuego lento, le añadía las yemas batidas y continuaba meneando la mezcla hasta que espesaba, y la dejaba enfriar.

Me pedía ayuda para estirar el mazapán con un rodillo hasta tener unos cuatro milímetros de grosor. Yo no sabía lo que eran cuatro milímetros, pero ella estaba al tanto y me decía: ¡Basta! Y yo levantaba el rodillo. Entonces dividía la masa en tiras rectangulares para después cortarla en cuadrados de unos cinco centímetros de lado. Mi abuela se ayudaba con un lápiz para que la forma de canutillo hueco le quedara perfecta. Y los dejaba secar.  

Con la ayuda de una manga pastelera me enseñó a rellenar los rollitos con el dulce de yema, y le daba el toque final espolvoreándolos con azúcar glas. El momento cumbre era cuando me dejaba meter el dedo en la manga para saborear los restos.

No sé si me he olvidado algún paso, o algún ingrediente. No los he vuelto a hacer. Ahora voy a la pastelería de la esquina a comprarlos.