lunes, 19 de septiembre de 2022

Liliana Delucchi: La invitada inoportuna

 



—¿Cómo se te ha ocurrido?

—No podía hacer otra cosa —Eustaquio se pasa la mano por la cabeza con un gesto de no tener más explicaciones ante la pregunta de su esposa —me la encontré en la floristería cuando fui a pagar la cuenta mensual.

—¿Y…, hablando de gardenias terminaste invitándola a la cena?

Miranda da la espalda a su marido para ocultar ese gesto inadecuado que le surge cuando está enfadada.

—No sé cómo se enteró —responde apesadumbrado—. Alguno de los asistentes se habrá ido de la lengua.

—Bueno, ya está hecho. Veremos dónde la sentamos.

 La mujer se encamina hacia su escritorio sobre el que tiene un diagrama con los asientos asignados a la mesa. Lo mira con desencanto.

El bueno de Rupert partirá en un viaje alrededor del mundo y ella quería ofrecerle una fiesta de despedida. Solo los amigos más cercanos y alguno que otro no tan asiduo a sus reuniones, pero que daría color a la velada. Mas la marquesa… Eso no estaba en sus planes. Ni en los suyos ni, cree, en los de ninguno de los asistentes. ¿Cuántos años tendrá? Setenta y cinco ya no los cumple.

La conocieron hace tiempo, en la casa de subastas donde la reciente viuda intentaba liquidar algunos de los bienes que le había dejado su egregio consorte. Miranda compró un par de antigüedades, que ahora está pensando dónde esconder, y esa mole de carne y maquillaje se le acercó para comentarle las bondades de su reciente adquisición.

—Soy la marquesa del Ojo Sinsonrando —se presentó abanicando sus pestañas postizas— y esas esculturas que se lleva han pertenecido a la familia de mi fallecido esposo durante generaciones. Son una verdadera maravilla.

Miranda le extendió la mano y con una media sonrisa que regalaba a quienes quería mantener a distancia, intentó despedirse sin preguntarle por el origen de ese título tan raro. No hizo falta. La misma aristócrata se lo relató en medio de sonoras carcajadas.

—Un antepasado de mi marido era el valido de un rey cuyo nombre no recuerdo. Al final de una cacería, al ver que su empleado no regresaba de sus habitaciones, el monarca se dirigió a ellas y allí lo encontró. En ropa interior y de pie sobre una bacinilla. Al preguntarle qué estaba haciendo, aquel le respondió “la prueba del ojo sinsonrando”. Fue tal el ataque de risa del soberano que le concedió el marquesado que lleva su nombre. ¿A que es divertido? —Y en medio del tintineo de sus pulseras de oro se alejó en busca de otra víctima de sus ocurrencias.

A la señora volvieron a verla en algunas reuniones de beneficencia donde la mayoría de los asistentes huía de ella. Una catarata de palabras de su voz chillona arrinconaba a quien encontrara por su camino haciendo que la gente la evitara. Pero ella no se daba por vencida, consideraba su presencia como una pátina de alegría ante personajes tan aburridos, esos entre los cuales necesitaba encontrar un nuevo marido ya que, según el chismorreo general, su fortuna era cada día más exigua.

—Deja ya de darle vueltas —le dice Eustaquio al ver a su mujer dando los últimos retoques a la mesa —y siéntala junto a Rafael, como el pobre está bastante sordo, puede que hasta se lo pase bien.

Los asistentes están ya reunidos en el salón cuando, con el retraso de rigor, hace su entrada la marquesa. Cubierta de joyas, todas las que le quedan según las malas lenguas, no tuvo reparo en mezclar esmeraldas con rubíes y brillantes. La seda de su vestido, un poco pasado de moda, desfila entre los sillones hasta acercarse a Rupert.

—Me han dicho que es usted el homenajeado. Enhorabuena por el pretencioso viaje que está a punto de emprender.

—No creo que pretencioso sea el adjetivo que me gustaría darle —contesta el discreto Rupert —. Solo es algo que quería hacer desde hace tiempo y que finalmente llevaré a cabo.

Mientras enreda su índice derecho en uno de los rizos de la peluca, ella le aconseja que no haga la travesía solo, es siempre mejor tener con quien compartir las nuevas experiencias.

El hombre mira a su alrededor en busca de ayuda y es el dueño de casa quien se acerca a rescatarlo con el objeto de entablar conversación con esa señora de quien todos huyen. No sabe qué decirle y no se le ocurre nada mejor que preguntarle si ha pensado en volver a contraer matrimonio.

—Desde luego —responde la marquesa— pero no con cualquiera.

—Es lógico, la cultura debe ser parte integrante —masculla el anfitrión.

—Por supuesto…, y el dinero no debe faltar —añade la marquesa con un guiño.

—¿A quién? —interroga Rupert.

© Liliana Delucchi

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