lunes, 7 de noviembre de 2022

Caleti Marco: Un clamor

 




Mi padre había pactado el casamiento; yo acababa de cumplir dieciséis años. Cuando lo supe sentí miedo, miré a mi madre a los ojos y vi en ellos el mismo temor. Ambas sabíamos que yo no estaba preparada; el impedimento no era precisamente mi corta edad, sino algo mucho más grave. A la luz de nuestro mundo, yo no estaba lista para el matrimonio, carecía de un requisito ineludible. "Izara, ni tu ni yo podremos justificar nuestros actos", pensó la madre para sí.

De inmediato me vino a la memoria la noche en que intenté huir de la aldea. Arropada por la oscuridad, corrí sin parar hasta llegar a un claro del bosque. Agotada por la carrera y sin apenas aliento, me pareció que por fin estaba a salvo.  Antes de abandonar el poblado me había provisto de alimentos para al menos subsistir los primeros días, no sabía cuánto tiempo tardaría en encontrar un refugio, ni si lo hallaría.  Tenía entonces once años; me valdría por mí misma como fuese, todo antes de ser sometida a las salvajes prácticas que pretendían llevar a cabo conmigo.

Busqué un recodo entre las rocas y me acomodé en una pequeña oquedad; acurrucada me quedé dormida. De pronto noté la presencia de alguien que me dio un golpe y perdí el sentido. Desperté en el poblado junto a mi madre.

 

Mis padres, Tekem y Talima, herrero y alfarera respectivamente, desempeñaban un papel fundamental en nuestra comunidad tribal. Él, por sus cualidades como forjador hacía posible la supervivencia de las familias. Nos proveía de utensilios para la caza y para trabajar la tierra, o nos facilitaba recipientes y elementos adecuados para cocinar a fuego. Estaba en sus manos hacer posible el confort y la seguridad de todos nosotros; sin su trabajo nada sería posible. Ella, maestra alfarera, fabricaba vasijas y recipientes aptos para la conservación de alimentos y otros usos.

Cuando yo vine al mundo, mis padres eran mayores y ya formaban una gran familia con ocho hijos varones. Por imposición, al poco de nacer yo, mi madre dejó la alfarería y fue instruida por mi abuela como curandera; ser partera o curandera era un grado, y la ancianidad motivo de prestigio y fuente de influencia; a personas como ella se les atribuía poderes sobrenaturales.

Por su cualidad y rol, la ablación a las niñas formaba parte de su responsabilidad. En las creencias de mi pueblo había razones culturales y religiosas de peso para hacerlo y conseguir, con esa intervención, "una feminidad pura" en la mujer, imprescindible para más tarde contraer matrimonio.

Aunque llevase tiempo realizando esta práctica, mi madre se sentía cada vez más contrariada al tener que llevarla a cabo, conocía los riesgos. Y por supuesto, no la quería para mí, su hija. Bien es verdad que mi "purificación" la ejecutaría otra persona de su rango, no ella.

No obstante, mamá quería evitar a toda costa el trance a su pequeña; temía por mi vida y no sabía qué hacer. Ella lo había sufrido en su infancia como tantas otras niñas. Algunas de sus amigas y hermanas fallecieron por esa causa antes de haber cumplido los doce años.

Los días previos a la fecha de celebración, lloraba cada noche sin consuelo. Sin embargo, no se atrevía a pronunciar una sola palabra en contra, por temor a perder su estatus en la tribu y ser repudiada, maldita o víctima de malos augurios por parte de los espíritus.

 

Y llegó el gran día, un día difícil para mi madre. Minutos antes de comenzar el ritual, se puso en pie, tomó la palabra y exclamó ante todos:  "Lo haré yo, Izara es mi hija".  Acto seguido mamá se acercó hasta mí y me condujo a la cabaña. Ya en la intimidad me abrazó, y comprendí que la intervención no se llevaría a cabo. Sería nuestro secreto.

 

© Caleti Marco

 

Nota: Actualmente la ablación aún se realiza en aproximadamente 29 países de África y en algunos de Asia y Oriente Medio. Se estima que entre 100 y 140 millones de niñas y mujeres de todo el mundo han sido sometidas a la MGF.

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