Pues resulta que amanecen días primaverales, u otoñales, o veraniegos, fantásticos y esplendorosos, en los que todo florece, el sol está ahí y parece que nos va a acompañar para siempre, hasta el momento en que se presenta una feria del libro en cualquier parte y, ¡oh milagro milagroso!, como por arte de magia, las nubes se apelotonan, el cielo se tiñe de gris y la lluvia empieza a caer y a caer sin medida dejando a los escritores con cara de haba encerrados en sus casetas, y sin ventas, y a los lectores en sus casas y privados de aquello que más les agrada que es la lectura.
¿Por
qué será? ¿Qué extraña relación existe entre los libros y la lluvia? ¿Qué maléficos
poderes se conjugan para que siempre vayan unidos? ¿Qué curiosas fuerzas se
aúnan para que el agua y las letras se fundan y confundan tan estrechamente?
Confieso
que lo ignoro pero, pensando y pensando, la única razón que se me ocurre así a
bote pronto es que al Dios de la Lluvia, por algún motivo desconocido, no le
gusta leer. Y como no le gusta leer, ya sea verano, otoño, primavera o invierno,
sus huestes —es decir, viento, agua, nieve y granizo— se amontonan y atacan de
manera indiscriminada y furibunda en cuanto escuchan las palabras “feria del
libro”. Y no nos dejan en paz, así año tras año y feria tras feria. Y como los
dioses son caprichosos y juegan con los hombres a su antojo, no tenemos nada
que hacer salvo suspirar por lo bajini y esperar a que las furias se
desvanezcan. E incluso maldecir a regañadientes sin que nadie lo oiga.
Nuestra
única esperanza en es que alguien consiga que el Dios de la Lluvia empiece a
leer un buen libro, le agrade, haga que en sus labios nazca una sonrisa, se abstenga
de lanzar sus furias sobre nuestros eventos y se olvide un poquito de nosotros,
solo un poquito, que ya sería hora. Ánimo, a ver quién lo logra. Los escritores
se lo agradeceríamos de corazón.
©Blanca del Cerro
#PensandoenaltoBlancadelcerro
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