domingo, 13 de abril de 2025

Malena Teigeiro: La cometa de seda china

 


Después de llegar de un largo viaje a China, el padre de Pedro sacó de la maleta despacio, casi como un prestidigitador, uno a uno, los regalos comprados en el lejano país. Eran un mantón bordado que le regaló a su madre, una caja de pinturas de geisha para Lola, su hermana, y una cometa para él. Su regalo venía dentro de una larga y estrecha caja de madera lacada en negro recamada con incrustaciones de nácar. Le dijo que la adquirió en un anticuario chino. Al tiempo que se la entregaba, le contó que al hombre le colgaba sobre la espalda una raquítica trenza. Mientras él admiraba el estuche de la cometa, el chino le dijo que la había recogido entre los escombros de un antiguo palacio de Pekín. Y que después de haberla estudiado mucho, llegó a la conclusión de que había pertenecido a un sobrino de la poderosa emperatriz Cixí. La cometa tenía forma de mariposa. A modo de timón entre las alas de seda de colores, arrastraba una larga cola de lacitos azules. A él le sorprendió que el cordel de la bobina fuera hecho con hilo de oro. Al menos a él así se lo pareció. Le dijo también que los adornos que lucía en las alas eran láminas de pan de oro, y que tuviera cuidado de no volarla muy alto, ni a las horas de mucho sol, porque aquellas finísimas laminitas se podrían fundir.

Nervioso, Pedro, que quería verla en todo su esplendor, extendió la cometa sobre la mesa. Y fue entonces cuando su madre, siempre tan práctica, quiso hacer con ella una lámpara. Él se negó.

Al día siguiente bajó a la playa al atardecer. Iba con su padre y juntos la hicieron volar. Se sorprendieron de lo rápido que se elevó. Parecía una mariposa con vida propia y con deseos de escapar. A partir de esa tarde, y mientras duró el veraneo, padre e hijo bajaban a volarla con la brisa del ocaso, a esa hora en que el sol, ya más frío, no podía hacer daño a los adornos de oro.

Desde la primera tarde, se les acercó Beatriz, la hija del director del banco de la ciudad. Ella y su familia vivían todo el año en la playa, en una casa vecina a la suya. Era una niña morena, de trencitas delgadas y pestañas negras y largas que daban sombra a sus achinados ojos azules. Corría detrás de Pedro y su cometa y su risa se unía a la del chico. A veces incluso lo hacían cogidos de la mano. Una tarde su padre colocó la bobina de hilo entre los dedos de Beatriz. La niña corrió por la arena y ellos lo hicieron detrás. Iban asustados, pues parecía que de un momento a otro la cría fuera a elevar el vuelo detrás de aquella enorme mariposa de seda de colores.

Poco a poco pasó el verano y cuando una mañana ventosa iban a salir hacia la ciudad, Pedro decidió dejar la cometa guardada en la casa de Beatriz. En Madrid no tenía un espacio donde volarla y era posible que su madre no pudiera soportar la tentación de hacer la famosa lámpara de la que no dejaba de hablar. La niña, con los ojos brillantes y las mejillas rojas, apretó la caja contra su pecho como si fuera su más preciado muñeco.

—Yo te la cuidaré siempre —su voz parecía que fuera a caer en un emocionado llanto.

Sin embargo, en aquel viaje de vuelta no todo sucedió como se esperaba. Casi llegando a Madrid, un autobús se echó encima del pequeño coche. Fallecieron los padres. Pedro y su hermana se quedaron a vivir con sus abuelos, que lo primero que hicieron fue vender la casa de la playa. Nunca, decía su llorosa abuela, nunca volvería a circular por esa carretera.

Pasaron los años sin que Pedro olvidara su cometa de seda. Y cuando tiempo después volvió a aquella playa y se acercó a la casa de Beatriz, se encontró que en ella vivía otra familia. A don Jorge, hacía años que lo trasladaron de plaza, le comunicó el nuevo director del banco.

Desde que se independizó, Pedro todos los años volvía a pasar algunos días en aquella playa. Y todos los atardeceres, paseaba por la arena con la mirada fija en el cielo. Era un mero acto de romanticismo, le confesó una tarde a Marcela, su coqueta y presumida novia. Tenía el presentimiento de que iba a recuperar su cometa, le susurraba muy seguro de lo que decía. Y ella, que deseaba veranear en alguna playa de moda, poco tardó en dejarlo, cosa que a él pareció no importarle demasiado.

Una de esas vacaciones, paseando al atardecer por la arena la vio. A lo lejos una joven sostenía el hilo de oro de la mariposa de seda. Cerró los ojos y como cuando era niño, revivió las tardes en las que, junto con su padre, corría detrás de la cometa. Es la tuya, le decía inquieto su corazón que palpitaba con tanta fuerza que creyó que iba a salírsele del pecho. Si esa era su cometa, Beatriz tenía que estar allí.

Cuando llegó a su lado, la joven alargó la mano para entregarle la bobina de hilo de oro. Con ella entre los dedos, sintió que un rayo le recorría la espalda. Miró al cielo. Detrás de las alas de colores le sonreía su padre. Cerró los ojos y se desplomó sobre la arena.

© Malena Teigeiro

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