La reunión se estaba celebrando por la
mañana en una grandiosa sala de aquel edificio de proporciones gigantescas. El
sol acariciaba los cristales. Llevaban horas encerrados debatiendo un único
tema. Todos los presentes tenían los rostros serios y en sus ojos se adivinaba
un punto de preocupación. Tras encendidos debates, llegaron a una serie de
conclusiones un tanto alarmantes a la par que aterradoras.
—El ritmo de lectura crece —afirmó el técnico
número tres.
—Cada vez se venden más libros —dijo el
técnico número quince.
—Y la inteligencia aumenta —apuntó el técnico
número siete.
—Y el pensamiento empieza a alcanzar cotas
preocupantes entre la población —corroboró el técnico número once.
—La reflexión se impone —expuso el técnico
número veinticuatro.
—Y el razonamiento, y los juicios, las ideas,
los conceptos…
—Lo que lleva a la posibilidad… —pero el
técnico número diecisiete no acabó de expresar lo que pensaba porque le
resultaba demasiado duro.
Todos se miraron.
—Creo que esto no puede seguir así porque a la
larga… —y el técnico número dos permaneció dubitativo sin poder acabar la
frase. Todos sabían que a la larga el mundo saldría perdiendo, y más que nada,
su mundo.
Las caras crispadas, las manos sudorosas y las
almas colgadas de un hilo de incertidumbre. Había que buscar una solución
inmediata al incremento de inteligencia, porque el pueblo sería cada día más
culto, y más sabio, y más conocedor de la verdad, y pensaría con mayor
profundidad, y con mayor acierto, serenidad y reflexión, y la reflexión
conduciría a las ideas, y de ahí podían derivar resultados muy poco agradables,
lo cual resultaba peligroso. Muy peligroso. Había que detener aquella tendencia
cuanto antes.
—¿Y qué podemos hacer? —Preguntó el
presidente, que había permanecido callado y escuchando mientras el resto
debatía. Las soluciones correspondían a todos aquellos que tenía delante, que
para eso se les pagaba. Y muy bien, por cierto.
Unos se mordieron los labios, otros se
movieron inquietos y otros miraron al infinito, pero todos suspiraron sin saber
exactamente qué responder.
—No sé —dijo el técnico número siete—, habría
que pensar en algo… no lo sé exactamente…
—En algo que les absorba la mente, por lo que
se sientan dominados, aunque sin saberlo, algo que les haga abandonar la
lectura, que les obligue a dejar de pensar, y de hablar, y de comunicarse, o al
menos reduzca tales capacidades, —expresó el técnico número ocho— eso sí, poco
a poco, para que, sin duda, acaben desapareciendo.
—Que es lo mejor que podría suceder —comentó
el técnico número dieciséis.
—Pero eso… no sé si es imposible, no resultará
nada fácil.
Todos los presentes se miraron con la duda
tiritando en las pupilas.
—Nada es imposible —afirmó el presidente—
cuando el fin es dominar, por lo que hemos de ponernos a trabajar de inmediato.
Y eso hicieron, y estuvieron semanas y meses
pensando y dando vueltas al tema, devanándose los sesos para hallar una
respuesta, barajando multitud de posibilidades, creyendo al principio que se
habían introducido en un callejón sin salida, pero no cejando en el empeño, hasta
que un día, un bendito día de calor y gloria, un bendito día, tras muchas
vicisitudes y muchas penalidades, por fin, encontraron la solución a sus terroríficos
problemas: ese día inventaron el teléfono móvil.
© Blanca del Cerro
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