Abrió el frigorífico, lo
volvió a cerrar y protestó por no tener leche fría. Ningún recipiente, bote,
frasco, brik, estaba a la vista.
¡Mamá! ¿Dónde está la leche?
Silencio
¡Mamá!
El abuelo levantó la vista
del crucigrama. Este adolescente se creía que con desear y pedir lo obtenía
todo.
—Hijo, no sé si sabrás que las
vacas, las cabras, las llamas no dan leche, así como así. Hay que ordeñarlas.
El chaval, por un momento
dejó el móvil, lo miró con cara de aburrimiento y soltó:
—Abuelo, estás tonto.
Este, puesto en pie, se ponía
la chaqueta para dar su paseo diario.
—Hijo, para que tú bebas
leche, alguien se levantó a las cuatro de la madrugada, fue al establo, caminó
entre excrementos, ató las colas, las patas, se sentó en un banquito, colocó el
balde e hizo los movimientos adecuados.
—Déjame en paz, carcamal. Ya
estás con tus historias.
El abuelo se dio la vuelta.
No sabía cómo hacerle entender que no todo es fácil, que la realidad no es
color de rosa, que la felicidad es el resultado del esfuerzo.
Al llegar a la puerta de la
calle, retrocedió. Se acercó a su nieto y le dio un ligero coscorrón y un beso
en la espesa cabellera. Nunca se sabe, pensó, si al doblar la esquina, llega el
último día, el último abrazo, el último…
Y no quería que, cada vez,
que su nieto tomara leche recordara lo borde que había sido con su abuelo.
© Marieta Alonso Más
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