A veces, en primavera, cuando la luz de la
tarde se filtra por la ventana, se le escapaban suspiros.
Un olor a pimienta y canela, hizo que
levantara la cabeza y husmeara el aire. Se preguntó atónita si no sería cierto
aquello de que el dueño del cortijo y la lavandera hablaban de amores. Pero,
eso a ella… ¿Qué le importaba? Su pensamiento voló muy lejos.
Sus padres tenían una cabaña de
troncos al pie de la sierra del Rosario, en Cuba. En ella nunca Robert Redford
le lavó el pelo. Lástima. Un paisaje tropical como aquél era un recreo para la
vista, y a lo mejor, ese hombre que levantaba pasiones se hubiese olvidado de
que ella no era Meryl Streep. Por ese detalle insignificante, su querido actor
nunca podría oír el murmullo del riachuelo, ni el canto del sinsonte, ni el
ulular del viento entre los árboles.
Regresó del ensueño y posó sus pies en su
nueva tierra. No se podía ser tan soñadora. ¡Era tan dada a mecerse entre las
nubes! De pronto, percibió un leve olor a gasolina. Oyó el ruido de un motor.
Giró la cabeza, un Land Rover aparcaba enfrente de su ventana. Se bajó un
hombre. Más feo, imposible.
Pero no fue hacia su casa, sino a la que
lindaba con la de ella que siempre había estado cerrada. ¡Si hasta las
telarañas se habían adueñado de aquella preciosa vivienda! Oyó el ruido de una
puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Al rato el sonido de las teclas de un
piano inundó la plaza.
Despacio se levantó, siguiendo las notas
musicales. Subió a un árbol a fisgonear y vio unas manos deslizándose por el
teclado. Unas manos de dedos largos, finos, ágiles… Unos dedos capaces de crear
no solo sonidos, también profundos sentimientos. Y quizás, incluso, podrían
lavarle el pelo…
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario