El relojero Norman Rockwell |
Mi nombre es Matías y tuve un
reloj de oro a los diez años. Me lo regaló mi abuelo cuando aprobé el ingreso
de bachillerato con matrícula de honor. Orgulloso de su nieto, una tarde me
llevó a la tienda de un amigo de su edad, que se dedicaba a vender y reparar
relojes.
Después de que mi abuelo y el
señor relojero se saludasen, y de explicarle para qué estábamos allí, don
Ambrosio, que así se llamaba, me muestra una bandeja de terciopelo negro en
donde, reposan los relojes.
—Elige con cuidado.
Tómate el tiempo que quieras. No tenemos prisa.
De pronto lo vi. Redondo. Con
la correa de piel marrón, muy brillante. La esfera blanca y debajo de donde se
juntan las agujas aparecía una inscripción: Suisse 21 rubíes. Cuando lo tuve en
mi mano sudada, sentí que ya era mío. Levanté la mirada hacia ellos y se
lo enseñé.
—Venid conmigo, dijo el
relojero.
Entramos en la trastienda.
Don Ambrosio, se sienta a su mesa de trabajo y se coloca una lupa en el ojo. Le
da cuerda, lo pone en hora y se lo acerca al oído. Después de girarlo, levanta
la tapa trasera y me enseña la maquinaria. Las ruedas giran una para cada lado
y, entre ellas, se ven unos puntos de piedra rojos.
—Tienes buen gusto, muchacho.
Éste es de los buenos. Está hecho en Suiza y tiene veintiún rubíes. Si quieres
que te dure, has de darle cuerda todos los días a la misma hora.
Le vuelve a poner la tapa y
nos lo entrega. Mi abuelo lo recoge y me lo coloca en la muñeca. Fue el
momento más importante de mi vida.
Desde que a papá lo despiden de director de la fábrica de armas, y
según le oí decir a una de mis tías, por su culpa, porque siempre anda hablando
rarito del General, comienzan a cambiar muchas cosas en casa, entre otras,
desaparecen las criadas. A partir de entonces, cenamos y comemos en la mesa de
la cocina. Aquella noche la lámpara alumbra macilenta y triste, apenas para ver
lo que tenemos en los platos. Papá, como suele ocurrir, no dice nada y
nosotros, tres chicas y dos chicos, nos peleamos. Mamá no nos hace caso ni nos
llama la atención. Cuchichea con mi padre, quizá un poco más nerviosa que de
costumbre. Papá apenas la mira. Toma la sopa con la vista hundida. A mamá la
poca luz le hace brillar el cabello recogido en un moño sobre la nuca. Está muy
guapa. Pero me parece que va a llorar. También lo deben creer así mis hermanos
porque, poco a poco, nos quedamos en silencio. Ellos siguen hablando sin darse
cuenta de que sólo se escucha su voz acompañada por el ruido de las cucharas en
la porcelana del plato. De pronto, escucho decir a mi madre:
—Le pediré el reloj a Matías.
—Eso no.
—Pues, ¿qué quieres que haga?
—¿Pero no ves que es un niño?
—Al parecer es lo bastante
mayor para tener un reloj de oro.
—Esa barbaridad de regalo se
la debes a tu padre.
Dos de mis hermanas, las
mayores, me miran y me sonríen, creo que con cariño. Te toca a ti, parecen
decirme. En ese instante se me llena la cabeza de sensaciones. Frases.
Imágenes. Ecos que por un lado y por otro entran en mi cerebro. No sé de dónde
sacar más. Ya no me queda nada para empeñar. Eso era de mi madre y no lo vendo.
Recuerdo a Juana, la última
criada.
—Doña
Rosa, falta la bandeja de plata del recibidor.
—¿La de las cartas?
—Sí, ésa.
—Vaya por Dios. Hay que tener
más cuidado con la gente que entra en casa, Juana.
—¿Quiere que pregunte?
—No. Déjelo estar.
Me doy cuenta de que desde
hace poco comemos con los cubiertos de la cocina; de que mamá no lleva joyas;
de que se cena y almuerza sopa todos los días. Me entra un intenso calor y un
latigazo resuena en mi cerebro, cerca, muy cerca de la nuca. Suben a mis ojos
espesas lágrimas. Inclino la cabeza y me dedico a comer como si fuera lo único
que me queda en el mundo. Lucho por no dejar salir aquella maldita agua de mis
ojos.
Recuerdo la dulce mirada de
mi abuelo y las brillantes luces de la joyería. Recuerdo la sonrisa del
relojero. Recuerdo cómo estiraba el brazo para que la manga del jersey no
tapara mi recién estrenado reloj. Recuerdo que mi abuelo me dio la mano al
salir de la relojería y yo, muy rápido, me cambié de lado para que todo el
mundo pudiera ver el reloj que llevaba en la muñeca.
Los miro. Casi sin darme
cuenta estiro mi jersey para hacerlo desaparecer. Que no me lo pidan, porque no
se lo voy a dar. Los odio.
Un sentimiento frío me
recorre desde la cabeza a los pies. Ya no tengo lágrimas. Sigo comiendo
tranquilo. Decido que, simplemente, les diré que no, que no se lo doy.
Mi padre y mi madre
comenzaron a hablar con todos nosotros; decían todas esas cosas que dicen
los padres cuando quieren portarse bien. —Mis pupilas casi no veían.—
Mi madre le dijo a mi hermano, el pequeño, que se tomara el jarabe.
—Comencé a sentir un tiovivo en la cabeza.— Regañó a otro porque ponía
los codos en la mesa. —Me zumbaban los oídos.— Se rio de un chiste que
contó mi hermano el mayor. —El pecho me pesaba.— Mamá me sirvió un
flan muy sonriente. —Señor, que no finalice nunca esta cena. Por favor,
que no se termine nunca. Cuando concluyó la ceremonia, no quise levantarme de
la mesa. Creí que si dejaba pasar el tiempo quizá pudieran olvidarse.
—Matías, ¿no tienes nada que
estudiar?
Sonrío y me levanto. Coloco
la silla y salgo de la cocina. Cuando voy hacia mi habitación, por aquel oscuro
y largo pasillo al que no veo el fin, y antes de llegar a la puerta de mi
cuarto, en donde creo está mi salvación, mi madre me alcanza, coloca su brazo
en mi hombro
—Matías, tengo que hablar
contigo.
Se para, me gira hacia ella.
Yo era alto, pero no tanto como para no tener que mirar hacia arriba. Percibí
que sonreía. Me sentí humillado.
—Matías, como supongo
conoces, porque ya eres todo un hombre, estamos pasando por un mal momento
económico. Pero no te preocupes. Todo se arreglará en cuanto papá encuentre un
trabajo y parece que pronto le van a dar uno.
Me habla con toda la
tranquilidad del mundo, luciendo en su hermoso rostro aquella sonrisa que
conquista a todos. La odio.
—Verás, necesito que me
prestes tu reloj y así mañana lo llevo al Monte de Piedad. Pero no te
preocupes, dentro de unos pocos días lo desempeño y te lo devuelvo.
Supe enseguida que
contestarle:
—Una mierda, el reloj es mío,
y yo no tengo la obligación de solucionar vuestros problemas.
Pero mis oídos
escucharon.
—No tienes por qué darme
explicaciones. Me desabroché la hebilla y se lo tendí.
Mi reloj fue y volvió al
Monte de Piedad hasta que un día desapareció para siempre; pero el odio que
aquella noche tuve a mis padres, ése nunca desapareció. Lo único que conservo
del reloj de oro, es su viejo y raído estuche, que a menudo contemplo, abro, y
cerrando los ojos, extraigo mi brillante reloj de oro con pulsera de cuero
marrón, para despacio, muy despacio, darle cuerda.
© Malena
Teigeiro
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