Ronda de Noche. Rembrandt |
De
baja estatura, el Teniente Willem van Ruytenburch, encargó a su sastre un
atuendo elegante que lo engrandeciera sobre sus compañeros de patrulla. Debía
incluir un sombrero para resaltar, en la medida de lo posible, su figura frente
al imponente jefe, el Capitán Frans Banninck Cocq.
Era
ésa una noche especial, estaba seguro de que esta vez la fortuna lo bendeciría
con un hijo. Siete años tenía ya la pequeña Saskia, su primogénita, y desde
entonces llegaron otras tres. Pero esta vez iba a ser diferente; tanto él como
su esposa siguieron todos los consejos de aquellos padres de varones.
Angelique, alimentada a base de pichones y huevos, ya no era una delgaducha
paridora de hembras; además, los recorridos de la pareja por todos los templos
autorizados (y de los otros) y las novenas a las santas de la maternidad, iban
a dar sus frutos.
Con
su traje amarillo y las botas lustradas salió de casa, no sin antes advertir
que se le informara de inmediato en cuanto el niño llegara al mundo; los
dolores de parto de su esposa ya habían empezado.
Sus
pasos sonaban seguros por las calles; la autoridad de su cargo y del arma
recogía reverencias a lo largo del camino hasta el cuartel, desde donde iba a
partir, una noche más, junto con su compañía a recorrer la ciudad en la misión
de vigilantes del orden.
Cuando
llegó al cuartel, el tamborilero le concedió un redoble. Para usted, Teniente,
según tengo entendido, esta es una noche de celebración en su casa y para todo
el cuerpo, ¡quién sabe qué gran militar llegará al mundo antes del alba! Van
Ruytenburch se tocó el sombrero en señal de agradecimiento y siguió su camino
hacia el patio donde se reunían sus camaradas. Allí estaba el Capitán, quien
aunque no era muy dado a las efusiones, abrazó a su subalterno: lo llamarás
Willem, me imagino, para seguir la tradición familiar. Desde luego, es el
nombre de mi padre, de mi abuelo y de mi bisabuelo, aunque prefiero que no se
parezca a este último, ya sabe que mi antepasado tenía una pierna más corta que
la otra, y no le quedó más remedio que dedicarse a la pintura.
-Un
brindis –reclamó el cabo Vermeer- un brindis por el Capitán antes de lanzarnos
a la calle. La ocasión lo merece.
Curiosos
del pueblo, arremolinados a las puertas del cuartel para ver salir a la
compañía, esperaban como cada noche, con ese silencio reverencial que se da a
las autoridades.
Calles
más arriba, una niña de siete años corría en dirección al gentío; con el
vestido amarillo recogido para no tropezarse con los adoquines y el corazón en
la garganta, no se sabe si por temor o por la urgencia. Necesitaba llegar a
tiempo con la noticia.
Las
voces de la multitud, los ruidos de los sables y los ladridos de un perro,
ahogaron la voz de Saskia, abriéndose paso entre la muchedumbre para gritar a
su padre: ¡Otra niña, tenemos otra niña!
© Liliana Delucchi
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