Mujeres bailando en el Moulin Rouge Toulouse Lautrec |
Desde que sus padres no son
de este mundo, Anne Marie vive sola. Y no es porque sea poco agraciada ni
porque le falte el dinero, es porque su madre vivió tan celosa de su virtud,
que no le permitió asistir al colegio ni tener un solo amigo. En su afán por distraerse,
recorre el pasillo de arriba abajo, y sueña que pasea por el bulevar Saint
Germain. Muchos días, al atardecer, el perfume de las flores de su balcón la
transporta a los jardines de Luxemburgo, por donde se desliza arrobada con las
dulces palabras de su inexistente enamorado. Anne Merie sueña sola.
Madame Bernadette, la portera
de la casa en donde reside Anne Marie, la espía, y mientras lo hace,
siente un run run en la cabeza que no cesa: ¡Está tan sola! ¡Si yo me
atreviera!
Al fin se decide y aquella
noche, en cuanto llega a su cuchitril de debajo del tejado, intenta arreglarse
lo mejor que puede.
—Esta piel, de tanto estar
metida en la portería, cada vez se me vuelve más amarilla, piensa mientras se
acaricia los pómulos.
La portera empolva de
brillante rosa las mejillas, se pinta los labios y se coloca el sombrero. Mira
su imagen en el espejo. La luz ambarina del candil hace que el colorete se le
despegue del cutis. Con un profundo suspiro, se lava la cara arrastrando con el
agua su último instante de lozanía.
—Quizá ya no tengo edad para
estos afeites. Suspira profundo.
Con el sombrero puesto, sale
de su casa. Baja los escalones hasta llegar delante de la puerta de Anne Marie
y, nerviosa, aprieta el timbre tres veces. A la joven le extraña que llame
alguien a esas horas, y todavía le extraña más que lo haga con tanta premura.
Asustada, descorre la mirilla. Al ver a la portera, abre. Sonríe.
— ¡Oh!, es usted, madame
Bernadette.
—Pues sí, señorita. Como
puede ver soy yo.
—No sabe el susto que me
llevé al escuchar el timbre tan tarde. Pero, pase, pase —la portera entra
en el hermoso piso de Anne Marie—. Dígame, ¿qué le ocurre? ¿Necesita usted
algo?
—Verá. Hace tiempo que no
salgo de ese agujero en el portal, desde el que vigilo las entradas y salidas
de todos los vecinos. Y a usted le sucede lo mismo, tampoco va a ningún sitio.
Y como hoy es sábado, de pronto se me ocurrió invitarla a bailar.
— ¿A bailar? Pero que
graciosa es usted. En esta casa ya sabe que no hay música. Mis padres odiaban
todo lo referente a ese arte. ¡No tenemos ni piano!
—Pero no digo aquí, señorita.
La invito a bailar en el Moulin Rouge.
—Madame, a bailar a ese
cabaret van las parejas.
— ¿Y usted y yo qué somos?
¿Un trío?
— ¡Visto así!
—Mire, las dos estamos solas,
aburridas, y además no tenemos pareja. Dígame, ¿por qué no vamos a poder ir a
bailar las juntas?
—Es que no tengo que ponerme.
—Con que se coloque el
sombrerito, ya está usted muy mona.
Al cabo de un instante, las
dos mujeres salen de la casa agarradas del brazo.
Al entrar en el cabaret, sin
siquiera llegar a sentarse en una mesa, bajan a la pista. La joven le ofrece
con delicadeza la mano. Sonríe. Madame Bernadette se la toma, y, después, la
prende por la cintura. Anne Marie reposa el brazo por detrás de la nuca de la
portera. Sonríe. Madame Bernadette, trémula, comienza a dar vueltas al compás
de la música. Entorna los párpados, mientras una especie de mueca de
satisfacción aparece entre sus labios. Con fuerza atrae el talle de la joven
hacia sí. Siente a través de la tela del vestido de Anne Marie la calidez de su
piel y sueña con el calor del desnudo cuerpo acompañándola entre las sábanas.
La ciñe más. Anne Marie la contempla. Sonríe. Apoya su mejilla en la de la
portera que, conmovida, percibe la caricia del aliento en su cuello. Azorada
por sus turbias sensaciones, gira y gira alrededor de la pista. Quizá, pueda
ser, cavila.
Un caballero, con sombrero de
hongo calado, sentado en una mesa detrás de la barandilla, las contempla. En
una de las vueltas la joven lo ve. Entorna los párpados. Le sonríe. La
portera sin dejar de inhalar ni un soplo del perfume de la muchacha, se
estremece al observar que los latidos del corazón de Anne Marie se acompasan
con el suyo. ¡Tiene que ser! ¡Tiene que ser!, sueña. De pronto, percibe las
corrientes de aire que producen las faldas de las bailarinas al pasar por su lado.
Siente frío. Su corazón late solo. Ya no siente el aliento de Anne Marie en la
piel de su nuca. Madame Bernadette se detiene. Abre los ojos y descubre el arco
de sus brazos vacíos. Levanta la vista y ve desaparecer a la joven Anne Marie
danzando entre los brazos del caballero.
© Malena Teigeiro
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