Tengo
un oído fino. Conozco por sus pasos a familiares, amigos y vecinos. Hay pasos
lentos, cansinos, ágiles, nerviosos. Los hay que marcan el paso. Llegué a saber
el estado de ánimo de cada uno por sus pasos. Nunca pensé que este don me
serviría para matar el tiempo en esta mazmorra donde estoy desde que me
secuestraron.
Todo
ocurrió en un santiamén. Quedé en posición fetal en el maletero durante horas.
Lo que me costó enderezarme. Luego con los ojos vendados me trasladaron a esta
habitación que tiene de largo nueve pasos cortos y de ancho cuatro pasos largos.
No
me puedo quejar y nunca mejor dicho.
Por
una gatera me pasan la comida y el agua. Yo les devuelvo el excremento y la
orina en uno de esos cubos para jugar los niños con la arena de la playa. Por
el mismo lugar devuelvo el plato y el vaso.
Me
devuelven el cubo vacío y con el borde hago una muesca en la pared. Llevo siete marcas,
una semana desde que me encerraron.
Les
dirijo la palabra. No me contestan. Les he puesto nombre a los pasos.
−¡Buenos
días, pasos contundentes! Se nota que has descansado.
−¡Buenas
tardes, paso ligero! No descuides a la novia.
−¡Buenas
noches, paso murmullo! Vaya faena eso de estar toda la noche en vela.
Hoy
ocurre algo raro. Los tres han llegado a la vez pisando fuerte. Se abre la
puerta y un haz de luz inunda toda la estancia. Me colocan un antifaz. Ellos llevan
pasamontañas. Me ponen en pie. Salimos los cuatro. La hierba está alta y
húmeda. A unos doscientos metros me empujan y caigo al suelo. Oigo como si una
piedra rozara otra y ¡Zas! Un estallido. Ni tiempo me dio para decir adiós.
© Marieta Alonso Más
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