Marimacho me llamaron las
lenguas de doble filo cuando ayudé a reducir un gato con rabia. En otro
momento no me hubiera herido esa palabra, pero allí estaba él, el hombre que me
atraía más que ningún otro.
Nunca reparó en mí hasta
que oyó lo que me llamaron y desde entonces me dedica una sonrisa burlona
cargada de interrogantes. Me gustaría que él me viese vestida de mujer con
zapatos y medias finas.
Desde que han brotado en
mí esos sentimientos tengo un afán casi obsesivo por tener la casa limpia,
ordenada, hasta la encalé sin ayuda de nadie. Mi padre me mira fijamente y
mueve la cabeza. Hace una semana le pedí que el día de la matanza uno de mis
hermanos me reemplazara a la hora de sajar al cerdo. Me contestó que no tenía
por qué cambiar la norma, ¿para qué? ¿A cuento de qué venía ese cambio?, que
las costumbres eran casi como leyes o es que yo no lo sabía. La verdad es que
siempre lo he matado yo, mis hermanos son muy remilgados para eso.
El día de la matanza, él se
presentó en casa junto con los demás vecinos. Nadie reparó en mi pelo recién
lavado, recogido en una coleta, ni en la lechera con flores que había colocado sobre
la mesa.
Y comenzó la jornada.
Para mí liquidar al
marrano era cosa de poco. Estoy acostumbrada a que cuando hay que hacer algo se
hace. Precisión. Rapidez. En un momento dado pude ver como él se iba hacia los
matorrales con una chica del pueblo. Un poco más tarde reapareció con ella a su
lado. Me traían un cubo lleno de agua. Se reían y me miraban. Me di la vuelta. Llegaron
ante la mesa, sentía su mirada fija en mi espalda cuando le oí preguntar con
sorna:
Despacio fui girando con
el cuchillo en la
mano. Precisión. Rapidez. Y con horror comprobé que él, con
la mano libre, se tocaba el corazón.
© Marieta Alonso Más
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