Mi maestro era alto,
delgado y tan recto en el físico como en su forma de ser. Tenía un arte
especial para preguntarle siempre a quien no podía ni quería responderle. Y yo
era uno de ellos. Creo que me odiaba por ser quien era, aunque yo no tenía ni
un átomo de culpa por vivir en una caravana, ni porque mi padre fuera domador
de leones, y mi madre la reina del trapecio.
Un día me pidió en clase
que le dijera en voz alta y clara, delante de todos, la definición de león. Me
quedé mudo. Así que le pasó la pregunta a mi compañera de pupitre. Y ella, toda
oronda, soltó:
—León viene del latín
leo, leonis. Es un mamífero carnicero de
la familia de los félidos que se adorna con una melena espectacular.
No me explico cómo se
puede describir a Lorenzo, mi querido león, de forma tan absurda. A Lorenzo hay
que admirarle por su nobleza, su lealtad, su fuerza. Ya quisiera ella con su
pelo lacio, marchito y escaso, tener su espléndida cabellera. Bien es verdad
que está algo escuálido, pero llamarle carnicero no me parece apropiado.
Claro que ella no tiene
la suerte que tengo yo de vivir en un mundo de aventuras.
¡Ay, mi padre! ¡Cómo se
pondrá cuando el maestro le vaya con el cuento! Él, que tan satisfecho está de
sí mismo, porque saliendo de la nada ha llegado a ser el amo de su propio
circo; que cuenta a todo el que tiene a mano sus desdichas, su vida miserable
de la que salió gracias a su carácter resuelto. Orgulloso en su humildad, no
perdonará que su hijo haya quedado como un tonto frente a la clase y que una
pazguata, fea y flaca, quedara como la lista.
Se enteró y fue el
acabóse. Mi padre no se explica cómo puedo sacar sobresaliente en todas las
asignaturas y quedarme petrificado al hablar en público. ¡Qué desgracia! Un
hijo circense y tímido es lo peor que le podría ocurrir.
El maestro, en su línea,
ponderó mis otras virtudes, pero siempre recalcando que el circo era una mala
influencia para un chico con futuro como yo. Mi padre ni cuenta se dio de que
Caradepalo, con su forma de hablar tan elocuente, estaba dando más prestigio a
su hijo y a sí mismo que distinción a su oyente.
Y de pronto… de la noche
a la mañana me encontré lejos del circo, de Lorenzo, de mis padres, porque me
quedé a vivir en la casa del maestro. Entre ellos se pusieron de acuerdo para
hacer de mí un hombre de bien. Ni siquiera preguntaron mi opinión.
Se fueron al diablo las
emociones, los saltos espeluznantes, los enfrentamientos a fieras domadas, el
galopar sobre hermosos corceles.
Total… por un título
universitario, una cuenta bancaria sustanciosa, un matrimonio con Pelo Pobre y
un lugar distinguido en esta sociedad de la que nunca recibiré un aplauso
atronador.
© Marieta Alonso Más
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