En la galería John Singer Sargent |
Había terminado la partida de bridge,
cuando los pasajeros salieron a cubierta. Mister Sullivan acompañaba a Mariela,
una encantadora jovencita italiana de garza mirada y risueños labios. La
conocía de cenar varias noches a su lado.
—Hace frío, Mariela, ¿no cree que debería
ponerse sus pieles?
Conocedora del encanto que sus hombros
causaban en el hombre, coqueta, la joven, se negó. Continuaron paseando hasta
llegar a popa. Apoyados en el pretil contemplaban, muy juntos, la estela de
espuma blanca cuando él le pasó un brazo por encima de los hombros. Mariela,
trémula, con los labios entreabiertos en una aduladora sonrisa, elevó hacia él
sus ojos.
—Hace mucho frío. Por favor,
Mariela, colóquese sus pieles.
—Si lo hago, se me arrugarán los
volantes del vestido.
—Entienda, jovencita, que cuando un
hombre le ordene alguna cosa, tiene que obedecer.
—Solo obedezco a mi padre, que no creo me
mande mucho, pues falleció el año pasado, y quizá lo haga con mi esposo; y
comprenda que éste no es el caso, porque estoy soltera sin compromiso.
Encontró Mister Sullivan tan seductora la
respuesta, que sujetando con ambas manos su rostro, la besó. Mariela se elevó
sobre la punta de los pies y correspondió a sus caricias. El hombre, apenas
separándose de ella, con emoción exclamó:
—Mariela, si lo desea, esta noche
consumamos el matrimonio.
La joven lo contempló risueña. Con calma y
los labios fruncidos, se colocó las acariciadoras pieles.
—¿Quiere hacer el favor de ayudarme?
Él sujetó los broches, uno a uno, sin
separar los dedos de la fina seda del vestido que la cubría.
—¿La acompaño al comedor? —preguntó
esperanzado.
—Esta noche no estoy en su mesa.
—Entonces, ¿puedo hacerlo en el baile?
—Tengo una idea mejor. A las diez y
media, le espero en mi camarote —lo volvió a besar y se fue.
Mientras cenaban, Mister Sullivan, sin
dejar de cavilar, contemplaba cómo en una mesa cercana, la joven reía
conversando. ¿Un solo beso supone un compromiso para toda la vida? ¿Y si a las
diez y media voy y me encuentro con que todo ha sido una broma?
Tocó con los nudillos la puerta del
camarote. Mariela la abrió. Le sorprendió un leve aroma a nardos. Admiró el
rostro de la joven sin maquillar; los negros cabellos sobre la espalda; los
hombros cubiertos con la estola de pieles y debajo, un camisón blanco
semitransparente. Desde la puerta, vio el lecho abierto y las sábanas
salpicadas de pétalos rojos. Entró.
A la mañana siguiente le despertaron las
caricias de Mariela. La joven, con dulzura, le pasaba sus delicadas manos
por pecho, el cuello. Mister Sullivan entreabrió los ojos.
—¡Oh!, a pesar de ir con mucho cuidado te
desperté —su hija Julia, con mimo, le extendía sobre el torso una prenda de
suave angora azul—Perdona, papá, pero necesito saber si este delantero es ya
suficientemente largo.
Su padre, a pesar de la interrupción en el
desarrollo de su principal virtud, reposar el almuerzo recostado en una tumbona
del porche, mientras las tres mujeres de su familia confeccionaban prendas para
en el ropero de la iglesia, le sonrió. Julia volvió a sentarse en el escalón
del porche, seguida por la mirada de su padre. Cerca de ella, de espaldas a
Mister Sullivan, como siempre, su esposa. Quizá intentaba demostrarle lo poco
que le importa su presencia. Su otra hija, tan triste, pálida y absurda como su
madre, continuaba en silencio con sus labores. Con un aburrido
suspiro, dirigió la mirada hacia los ondulantes campos de algodón que la brisa
movía y en el intento de reanudar su aventura, Mister Sullivan cerró los
ojos.
Las olas cortas, bien marcadas,
comenzaban a romper, otra vez, las crestas de espuma blanca.
(C) Malena Teigeiro
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