Otra
sacudida. Algo desconocido que hace que mis tripas se vuelvan otra vez del
revés al tiempo que un calambre me recorre la pierna. Maldita pierna. Maldita
rodilla que me hace la vida imposible cuando aún estoy en la flor de la
juventud.
No
hace tanto, yo todavía corría y jugaba con otros de mi edad, despreocupado.
Pero un día llegó ella. Quería hacer de mí un campeón, o eso creí intuir; dado
que el entrenamiento que me daba era casi extenuante, aunque siempre tenía la
recompensa de su cariño y algún que otro dulce. Además, pronto descubrí que
aquello fortalecía mis músculos y convertía mi cuerpo en una máquina de correr
y saltar. Hasta ahora.
Vagamente,
recuerdo las salas, las máquinas, las pruebas y esas palabras que yo no era
capaz de entender por mucho que me esforzase. Babilla. Hueso. Articulación. Operación. Fragmento. Vocablos que
para mí no tenían ningún tipo de sentido. Al fin y al cabo, no hablaban mi
idioma. ¿Cómo podían hacerlo?
La
enorme caja donde me han introducido y donde, por otro lado, llevo lo que me
parece una eternidad tratando de mantener el equilibrio, se detiene con
sorprendente suavidad tras un giro un tanto brusco. En ese instante, oigo
ruidos a mi alrededor y, segundos después, una luz cegadora emerge a mi espalda,
haciendo que parpadee y trate de girar mi enorme testuz para comprobar qué está
sucediendo.
Es
ella.
Su
rostro no está alegre. No sé interpretar exactamente esas arrugas encima de sus
ojos, los labios fruncidos hacia dentro y sus hombros caídos mientras se
adentra en mi cubículo para sacarme despacio y con palabras suaves, pero sé que
algo no va bien. Puedo intuir que esas palabras no suenan con la dulzura de
siempre.
Despacio,
acerco mi cabeza a la suya, y ella me rasca debajo de la barbilla. Reprimo un
escalofrío de placer. Me encanta que haga eso y me sorprendo de cómo un simple
gesto consigue aliviar ligeramente la ansiedad que antes envolvía todo mi
cuerpo.
El
día está soleado y el suelo del lugar donde hemos llegado es arenoso, aunque no
muy blando. Despacio, ella me conduce hacia un edificio grande que me resulta
familiar. Imágenes sueltas de pruebas y máquinas vuelven a asaltarme, pero no
dudo más de un instante al comprobar que ninguna sensación anómala se relaciona
con ellas.
Cuando
entramos, se aproxima un hombre de expresión afable y grandes gafas vestido con
una pieza de tela que cubre todo su cuerpo y, encima, una prenda acolchada sin
mangas. Me examina de nuevo por encima, me pone un aparatito encima del corazón
que va a sus orejas y me mete un palito por… ahí. Sin detalles escabrosos, que
no es necesario. Después le hace un gesto a una mujer que está al otro lado de
mí y esta se acerca con algo alargado. Me toca en el cuello con una pelotita de
algo húmedo y después, llega el pinchazo.
Me
sobresalto, claro; no me gusta la sensación de dolor y enseguida pienso que
algo no encaja. Sin embargo, en cuanto trato de moverme, mi rodilla protesta y
tengo que contenerme. No puedo escaparme así. Me cogerían enseguida. Así que,
resignado, compruebo cómo mi vista se empieza a nublar al tiempo que las
palabras murmuradas a mi alrededor parecen aumentar de intensidad.
No
sé cuánto tiempo ha pasado antes de oír un ruido a mi derecha y ver unas
puertas abrirse. Dentro veo un espacio más amplio que la caja donde me suelen
transportar, solo que el suelo es más blando. Con tiento y sin entender muy
bien qué ocurre, avanzo obedientemente tras la mujer del pinchazo. Después,
todo sucede en una nebulosa y finalmente, mis ojos se cierran y caigo al suelo
sin poder evitarlo. En el fondo estoy aterrado, pero mi cuerpo no es capaz de
responder. Así que me dejo llevar.
Cuando
por fin retorno a la realidad, vuelvo a oír palabras a mi alrededor, aunque son
menos estridentes que la última vez que recuerdo haberlas escuchado. Algo
atasca mi nariz y mi garganta, pero no puedo identificar lo que es. Tengo gente
alrededor. Retírale ya el tubo, escucho
que dice uno de ellos; aunque no entiendo lo que significa hasta que no me quitan
ese molesto artilugio que estaba atorando toda mi vía respiratoria.
Al
poco rato noto cómo empiezo a recuperar el control de mis miembros mientras
ellos, por su parte, apagan la luz y se retiran sin hacer demasiado ruido. Con
cuidado, me intento incorporar, pero aún es pronto. De hecho, tardo un buen
rato en conseguir que mis cascos tengan la sensibilidad suficiente para
sostenerme. Pero, cuando lo hago, vuelvo a escuchar voces, una ventana se abre
y entonces la veo a ella.
Ahora
ya no está preocupada. Sonríe, aunque las lágrimas caen por sus mejillas. Y
entonces me percato de que la rodilla, al avanzar ligeramente en su dirección,
ya no me duele. Susurra palabras suaves junto a mi cabeza. No suenan igual que
las anteriores que me dedicó al llegar.
Y
entonces lo recuerdo.
No
importa lo que suceda.
Si
ella es feliz, yo también.
©
Paula de Vera
Relato participante en el VI concurso
“Hablemos de animales” de la Facultad de Veterinaria de la Universidad
Complutense de Madrid, VI Semana Complutense de las Letras (2016).
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