Siguiendo una larga tradición
familiar que parecía inexorable, antes de cumplir los cuarenta años Fermín estaba
ya casi completamente calvo, igual que su padre y su abuelo; y era lógico
esperar que sus hijos y sus nietos nacieran también predestinados a convivir
con la alopecia.
Pero el hecho de saberse
condenado a la calvicie, no le servía a Fermín para mitigar los efectos del
clima en su cabeza semidespoblada, porque en verano los ardientes rayos del sol
le achicharraban la piel, y derramaban sobre sus ojos y su rostro un sudor tan
abundante como desagradable, que no remitía hasta la llegada del otoño. Lo cual
no era más que un alivio pasajero, porque los rigores del invierno, gélido e
interminable, a punto estaban muchas veces de coronar su cabeza con una gruesa
capa de escarcha.
Por eso él añoraba los
tiempos de su abuelo, cuando todo el mundo vestía con boina, gorra o sombrero,
y no estaba bien visto que un hombre se mostrara en público con la cabeza
descubierta. Su abuelo paterno, por ejemplo, utilizaba a diario una boina
pequeña y mullida, con un gracioso rabito en la parte de arriba; y los domingos
y días de fiesta se calaba un soberbio sombrero negro de copa baja y ala corta
que llevaba ligeramente inclinado sobre la frente.
A su padre, sin embargo, le
tocó vivir una época diferente, en la que las veleidades de la moda iban
desterrando de manera irremisible la costumbre de cubrirse la cabeza, de manera
que la boina acabó convertida en un anacronismo, la gorra quedó relegada para
la práctica del deporte y el sombrero acabó convertido en algo pintoresco y
poco menos que estrafalario.
A Fermín no dejaba de
admirarle como su padre, un hombre serio y discreto, había soportado con
entereza estas imposiciones sociales, paseando siempre su calva con dignidad,
ajeno en apariencia al frío y al calor, a las miradas de los demás e incluso a
las moscas que se posaban sobre su cabeza. Porque él, según pasaban los años y
observaba con desaliento como su cabellera iba siendo más y más exigua,
flaqueaba hasta el punto de arrepentirse de no haber elegido la carrera
militar, la de policía o la de bombero para poder llevar así la cabeza cubierta
todos los días del año. Porque en su trabajo, que lo obligaba a tratar a diario
con clientes, proveedores y directores de banco, sería sin duda motivo de
descrédito y cierta rechifla presentarse ante esas personas ataviado con un
práctico sombrero, de fieltro en invierno y de paja en verano.
¿Y qué iban a pensar los
demás en la pequeña ciudad donde vivía? Pues, seguramente que albergaba
pretensiones de hombre elegante y mundano, o de dandi y seductor, o,
simplemente, que deseaba llamar la atención; porque el hecho de ser calvo, allí
donde a él le había tocado vivir, no era justificación suficiente para adoptar
comportamientos extravagantes.
Nunca compartió Fermín estos
sinsabores con nadie, ni siquiera con su novia, a sabiendas de que las mujeres,
en general, siempre ven las cosas de otra manera; y por eso se sorprendió tanto
cuando el día de su cuarenta cumpleaños ella se presentó en el restaurante con
dos regalos.
–Solo puedes elegir uno –le
advirtió con un tono de voz más enigmático que de costumbre.
Mientras desenvolvía el
primero, el más pequeño de los dos, a Fermín le atravesó todo el cuerpo un desagradable
estremecimiento, porque el peluquín que contenía era lo más parecido que había
visto nunca al lomo grisáceo y puntiagudo de una enorme rata.
Con el segundo, sin
embargo, las sensaciones fueron distintas. A él casi se le saltaron las
lágrimas cuando sostuvo entre sus manos un maravilloso sombrero inglés, de ala
corta y copa baja, como el de su abuelo.
–Gracias –consiguió decir,
venciendo a duras penas el nudo que le atenazaba la garganta.
–Me alegro de que hayas
elegido este –respondió ella mirándolo fijamente a los ojos– pero quiero que te
lo pongas siempre, y que no te lo quites esta noche, cuando hagamos el amor.
© José Carlos Peña
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