sábado, 8 de septiembre de 2018

Paula de Vera García: El sol tras la lluvia



Un breve relato sobre cómo un mínimo gesto puede devolvernos la fe y la esperanza cuando todo parece perdido…

Miércoles. Es invierno. Sin quererlo, miro a través del cristal de la terraza y observo a la gente pasar bajo las baldosas, entre los barrotes de hierro forjado, mientras mis manos aferran la taza de café como un intento desesperado que su calor me reconforte. No lo consigue. Y eso que en casa estamos a veintiún grados. 

A lo lejos suena un villancico, apagado por la distancia y los cristales que me refugian. Cansada, dejo caer el hombro sobre la pared y mantengo la vista fija en el exterior. A mi espalda, Carlos duerme en el sofá, arropado por la manta. 

Giro apenas la cabeza para observarlo de reojo. Se ha quitado su pequeño gorro rojo y negro y su cabeza rapada brilla bajo la tenue luz de la lamparita que ocupa la mesita tras el reposabrazos. Su brazo se ha deslizado fuera de la manta y sus dedos largos y pálidos casi rozan el suelo. 

Tengo un nudo en la garganta al pensar en la visita al médico de esta mañana. Supongo que tengo suerte de que le dejen estar en casa, eso me da esperanza… Pero la consulta, las paredes azuladas que pretenden ser tranquilizadoras y el olor a hospital, me la borran de un plumazo cada vez que nos adentramos en el pasillo de Pediatría camino del oncólogo. Quiero creer. Quiero darle esperanzas a Carlos. Pero, ¿cómo?

A pesar del tratamiento, la leucemia ha vuelto con más fuerza que nunca. El médico nos ha dicho que entramos en lista de espera para un trasplante de células madre, pero… ¿y hasta entonces?

A veces, cuando no puedo dormir, pienso por qué me ha tocado a mí sufrir esto. Cuál ha sido mi delito, mi culpa… como quieran llamarlo. ¿Por qué a mi niño? ¿Y cuándo se invertirá suficiente en este maldito país para erradicar una enfermedad así? ¿Es que acaso los niños, en esta época que vivimos, tienen que seguir muriendo como hace cientos de años? En la televisión escucho hablar de cambio climático, de contaminación, de acoso escolar, de violencia en las calles… Pero, ¿y eso qué tiene que ver con mi problema? ¿Acaso creen que pueden cambiar algo solo por hablar? ¿Que mi hijo se recuperará porque el mundo que se nos presenta a través de la caja tonta excluya el cáncer de la mezcla? Alguno, tímidamente, dice que es “la enfermedad más importante de nuestro tiempo, y que irá a más”. Pero, ¿qué culpa tiene Carlos? 

“¿Por qué? ¿Por qué?”, me sigo preguntando una y otra vez, mientras me giro del todo para observarlo. Sigue dormido. Si hubiese estado recuperado, hoy tenía que haber vuelto al colegio después de las vacaciones de Navidad. Pero, ¡ay! hace tanto que no sé lo que eso significa… Vacaciones…

Sin quererlo, una sombra que se desliza por el suelo de parqué roba mi atención en ese instante. No hace apenas ruido con sus pequeñas patas almohadilladas. Su color canela casi se confunde con el del suelo, aunque lo delatan unas pequeñas manchas blancas en las patas traseras y sobre la naricilla rosada. “Einstein”, lo llamamos. No porque tenga los pelos disparados, que también, ni porque sea un genio de la física. Sino porque el día que Carlos lo vio por primera vez en la protectora, el pequeño felino de apenas dos meses no hacía más que sacar la lengua. Y mi hijo, en un arranque de originalidad, gritó: “Mira, mamá. Es como la foto del señor que salió en el periódico el otro día”. Mis labios se retuercen en una mueca nostálgica. Justo había sido el día que se cumplían 50 años de la muerte del gran físico alemán Albert Einstein. Así que, desde ese momento, nuestro gato quedó bautizado. 

Han pasado apenas tres años desde aquello, pero para mí el mundo ya no es el mismo. Es como si me hubiesen metido en una coctelera y agitado hasta quedarme ciega, para después descubrir que había sido como Dorothy, la de “El mago de Oz” y hubiese aterrizado en un mundo distinto.

Einstein, mientras lo sigo observando con inmenso pesar, veo que acerca su nariz a los dedos de Carlos y los olfatea, curioso como siempre. Aparentemente, eso no tiene nada de nuevo.

Salvo que, con sorpresa, observo algo que llevaba muchos meses sin contemplar en mi hijo.

Apenas un esbozo… media mueca.

Pero Carlos, por primera vez en mucho tiempo, está sonriendo.

Y solo con ver eso, de repente, siento que hay esperanza. Que si Carlos aún es capaz de sonreír aunque sea en sueños y gracias al tímido toque de ese animal al que adora con locura… 

Quizá yo también sea capaz de volver a sonreír de verdad…

Y de volver a creer.


© Paula de Vera

2 comentarios:

  1. Muy bonito, Paula. A veces cuesta ponerse en la piel de alguien que vive la experiencia desde fuera, uno siempre piensa en el enfermo y no en quienes le rodean.
    Un aplauso y un abrazo

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    1. Muy cierto! :D me alegro de que te haya gustado, un beso grande!

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