Desde que mirándola de frente, triste,
se fue, Kate vive sola. Él había cerrado la puerta sin saber que una
medusa con sus viscosos cabellos la atrapaba en el sofá, tapándole la
boca, los ojos. Y ella, deseosa de pedirle que se quedara,
despreciativa, le había devuelto la mirada como si no le importase su
marcha. Maldito orgullo. Varias veces tuvo el teléfono entre las manos,
pero no fue capaz de marcar el número. Se metió en la cama dispuesta a
no levantarse nunca más. Al final se durmió. Y dormida y despierta,
lloró. Lloró tanto que las lágrimas la rodeaban convirtiéndose en agua
del mar y nadó entre ellas. Y así siguió hasta que al cabo de una
semana, su madre la forzó a levantarse. Siempre fuiste tonta, y mira que
eres inteligente, le decía obligándola a ducharse, a ponerse el abrigo,
a salir de casa, a ir a trabajar. Desde entonces vive flotando en un
líquido denso, gelatinoso, que no le permite enterarse de casi nada.
Esa mañana, como todas desde aquel día,
entró en el intercambiador del metro. Se fundió entre los cientos de
personas que corren para meterse en los trenes, siempre empujando.
Caminaba por el largo pasillo, la cabeza baja, la mente en blanco,
cuando escuchó sus pasos. Al levantar la vista vio diluirse a la gente
entre el aire viciado, la vio derretirse como el hielo bajo el sol. Solo
quedaba de ellas el hedor de haber pasado por ahí. De todas, menos de
él. Su aroma siempre fue distinto, casi imperceptible.
—Él no usa perfume ni colonia. Está aquí.
Angustiada lo busca. Lo vio. Caminaba
solo, lejos, casi a punto de doblar la esquina. Echó a correr. Los
cabellos de Medusa la empujan, la envuelven. Cerró los ojos. O lo hago
así o me convertirá en piedra, pensó. Sentía que se ahogaba. Escuchaba
gritos. En su loca carrera logró llegar hasta él. Lo abrazó por la
espalda. Él se volvió. La sujetaba por los hombros y la zarandeaba. ¿Por
qué no me besa? ¿Por qué no me salva de este monstruo?
—Señorita, ¿se encuentra bien? —escuchó.
Su voz. Le sonó diferente, asustada. Ya
no era la voz dulce de los “Te amo, Kate”. No quiso contestar, ni tan
siquiera mirarlo. Primero que me bese. ¿Por qué me zarandea? Se sintió
desvanecer. Los cientos de cabellos de Medusa la sujetaban, llevándola
por el aire. Quiso separarlos, pero no pudo. A ella no la engañaba. Sabe
que Medusa se ha enamorado de él y que quiere convertirla en piedra
para tener el camino libre. Pero no abrirá los ojos.
A través de los párpados ve la blanca
luz con la que la alumbra. Los cabellos de goma, como dedos malditos,
intentan forzar aquellas pequeñas cortinas de piel. Le hacen daño.
Quiere que abra los ojos y que la mire. Pero ella no lo va a hacer. Unas
lágrimas le rozan la piel. “Kate, Kate.” ¿Quién la llama? Le parece
escuchar la voz de su madre. ¡Maldita Medusa! Quiere engañarla, pero no,
ella no caerá en esa burda trampa.
Después de sentir un pinchazo en el
brazo, percibe que poco a poco se desvanece. Suspira profundo. Intenta
huir por el inmenso pasillo del intercambiador. Tiene la certeza de que,
al fondo, él la estará esperando.
© Malena Teigeiro
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