Una
luz amarillenta y tenue centelleaba dentro del opaco cristal colgado en el
esquizado de una humilde casa.
La
noche helaba las lágrimas. El Sol del día se ocultó tembloroso de ser secuestrado
por la mastodóntica nube gris azulina, huésped del terror. Mientras, las calles
de piedras y cemento, se engalanaban de una fina y fría capa cristalina
alentada por los fortísimos e insensibles vientos.
El
silencio y la oscuridad reinaba los tristes momentos del alma.
‒Mamá
‒dijo una pequeña y dulce voz desde el interior de la casa‒. Tengo frío.
Casi
al unísono, otra voz susurraba a su oído:
‒Y yo
miedo madre, tengo mucho miedo.
La
madre abrazó a sus dos pequeños con tanto amor que muy pronto se quedaron
dormidos olvidándose del dolor, del frío y del temor, sintiendo en sus cuerpos
el calor de su madre y protección.
María,
mientras abrazaba a sus hijos, cerró los ojos y con vehemencia imploró:
‒Da
fuerzas Señor a este agotado y castigado cuerpo. Y el Universo conmovido por
sus palabras, se lo concedió.
Un
nuevo lienzo se dibujó en el horizonte. El Sol demostró toda su fuerza y la
tormenta acechante con suprema cobardía, se difuminó.
Madres,
mujeres, heroínas en el tiempo, faros de luz que cada día con sacrificios y
esfuerzos iluminan con colores de azafrán los ojos de la tristeza.
Ellas
son ese faro cuya luz titilante en tenebrosos y fríos días, iluminan caminos
entregando sus vidas, vidas entregadas tan solo por amor.
© María del Carmen Aranda
Precioso, Mari Carmen. Me ha encantado tu pequeña historia.
ResponderEliminarGracias Blanca por tu comentario está escrito con el corazón de una madre y el sentimiento de un hijo.
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