Va para una veintena de años que Manuel Vicent
escribió una columna en El País que desbordaba la ironía y la mala
leche que en principio se le suponía: trataba de un ejecutivo que
regresaba a casa muy cansado, una de esas casas que se denomina chalés
adosados y que pululan en las barriadas de clase media del norte
madrileño, camino a la sierra. El ejecutivo visitaba la cocina, tomaba
un piscolabis, se duchaba y, luego, abría con cuidado la habitación
donde dormían sus hijos para enternecerse con su abandono y, más tarde,
se metía en la cama donde cumplía con desgana no exenta de lejana
lujuria con sus deberes conyugales con su adorada esposa, que apenas
podía contener el fastidio de haber sido despertada. A la mañana
siguiente, durante el desayuno, el ejecutivo se da cuenta de que
aquellos que le esperan en la cocina no son su mujer y sus hijos.
Sencillamente se había confundido de puerta, de pareado. Esta columna
sobre estas urbanizaciones de clase media, que en los Estados Unidos
llaman suburbios, nosotros reservamos esta palabra para las barriadas de
pobres, revelaba distorsiones psicológicas sufridas por sus habitantes,
por ser amables, que años antes, ya en la posguerra, narró como nadie
el escritor John Cheever, quien en su país es calificado como “el Chéjov de los suburbios”. Era la época en que en Estados Unidos, el único país rico en Occidente en aquellos momentos, la época de Eisenhower,
proliferaron como la peste los suburbios, los supermercados, los
cochazos y el temor a los comunistas y al holocausto nuclear promovido
por la URSS. Ese, sumado al paisaje de Massachussetts, es el mundo narrado por Cheever sin igual, por mucho que otros escritores de su generación de enorme talento, caso de John Updike o Saul Bellow, incurriesen en él. Paisaje, atmósfera fascinante que nos revelan películas como El nadador, rodada en 1968 por Frank Perry y terminada por Sydney Pollack, con Burt Lancaster y Janice Rule como
protagonistas, basada en un cuento de Cheever que en principio fue
concebido como novela y que acabó, como gran parte de su obra narrativa,
publicada por la revista New Yorker, publicación por la que Cheever
siempre mantuvo una estrecha relación y donde trabajó allí su amigo
Updike.
Estamos de enhorabuena: en España la obra de Cheever, salvo casos excepcionales como la edición por parte de Alfaguara de La crónica de los Wapshot, es escasa, no así en español, editada en su mayor parte por Emecé de Buenos Aires. Pues
en cuestión de pocos días, los comprendidos en el mes de enero, se han
publicado en ediciones Debolsillo, las dos novelas de la saga de los Wapshot, así como la estupenda nouvelle ¡Oh, esto parece el paraíso!,
escrita poco antes de morir y donde Cheever parece por fin reconciliar
sus hasta entonces irreconciliables fantasmas, y Literatura Random House
ha editado sus Cartas y sus Cuentos, tapando en cuestión
de semanas un enorme hueco que el lector de Cheever suplía con las
ediciones argentinas aunque en España ya publicaba las obras RBA, de
difícil acceso. ¿Para cuando una edición española de sus inquietantes Diarios? Parece ser que Literatura
Random House los publicará en junio de este año, lo que no deja de ser
una agradable noticia pues la edición argentina ya no se encuentra
disponible.
John Cheever es, sobre todo, un cuentista excepcional, como muchos que han dado las letras norteamericanas, desde Edgar Alan Poe y Mark Twain a Foster Wallace,
un cuentista del New Yorker, lo que equivale en esas tierras a algo
parecido a la consagración, y ello se ve en estos relatos publicados y
que hacen justicia a ese calificativo de “Chéjov de los
suburbios” por la sutilidad con la que describe el ambiente de esas
urbanizaciones que parecen extenderse en el infinito paisaje
norteamericano hasta el infinito mismo. Una salvedad se nos impone, sin embargo: en
Chéjov la comprensión ahoga la ironía y la amargura que resultan de la
expresión de una determinada época de la Rusia de los zares.
En
Cheever esa comprensión deriva en farsa, por no hablar de esperpento,
aunque esa palabra cuadre a gran parte de sus relatos y novelas, no hay
más que recordar la Nochebuena con la que acaba la saga de los Wapshot, con una mesa llena de ciegos al modo de la película Viridiana de Buñuel. Una frase de ¡Oh, esto parece el paraíso! resume
como pocas el modo en que Cheever se enfrenta a ese tópico nefasto
llamado sueño americano: “¿Por qué celebrar un vertedero? ¿Por qué
esforzarse en describir una aberración? Aquí estaban los desechos de una
sociedad que se inclinaba al nomadismo sin haber disminuido su pasión
por los objetos. La mayoría de los pueblos errantes desarrollan una
cultura de tiendas de campaña, sillas de montar y rebaños migratorios,
pero éste era un pueblo errante que tenía pasión por los cabeceros
gigantescos y los frigoríficos inmensos”. Paisaje que se corresponde con
un paisanaje que le haga juego: en El escándalo de los Wapshot,
leemos: “Es a Ofelia a quien más se parece, haciendo su fantástica
guirnalda no con ranúnculos, ortigas y purpúreas, sino con sal,
pimienta, pañuelos de papel, albóndigas de bacalao congeladas, chuletas
de cordero, hamburguesas, pan, mantequilla, mayonesa, un tebeo americano
para su hijo y un ramo de claveles para ella”
Paisaje y paisanaje que
parecen idóneos a esa conciencia racista, homófoba, llena de miedos y
complejos, anticomunista hasta el delirio colectivo, en contraposición
con la generación rooselveltiana de la preguerra.
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