Hubiera querido decirle que no me
interesaba, que su discurso ya lo había escuchado muchas veces, de sus
labios y de otros. Pero ser educada es una desventaja y allí estaba yo,
sentada de lado en una silla incómoda y cambiando de posición cuando
ella no me veía.
Sé que puedo mirar de frente y engañar a
mi interlocutor que creerá que, con la mirada fija en su rostro, estoy
pendiente de cada una de sus palabras, pero no es así. Mis ojos están
viendo otros paisajes y otras personas, y con un «¿de verdad?» cada
tanto, ella cree que sigo su relato. Es un truco que aprendí de pequeña,
cuando me obligaban a asistir a las interminables tertulias de mi madre
o cuando me regañaban porque en vez de hacer los deberes estaba
leyendo.
Lo que está ocurriendo, en realidad, es
culpa mía. Llamé a Clarisa porque el terapeuta me recomendó que hable,
que desahogue la angustia que me produce la alopecia que se hizo dueña
de mi cabeza a causa del estrés. Parece ser que las tres razones que más
lo causan son un divorcio, una mudanza o la pérdida de un empleo y,
lamentablemente, cumplo con las tres premisas.
—La soledad no es buena compañía —afirmaba mi psicoanalista repantigado en su sillón de cuero desde donde cree que va a curarme.
Marqué el teléfono de mi amiga y la invité a tomar café.
—Bonito turbante. Muy acorde con las
esculturas —dijo Clarisa recorriendo con la mirada mi pequeño salón que
unas horas antes yo había decorado.
Traté de relatarle lo que me pasaba,
pero el diseño del pañuelo que llevo puesto le recordó sus viajes por
África y, por enésima vez desde que la conozco, empezó a hablar de
ellos. Claro que como tiene mala memoria, cada acontecimiento iba
aderezado con nuevas aventuras donde ella era la protagonista.
Serví el café y su olor le recordó un bar brasileño y la conversación que mantuvo con su hermana cuando degustaban una taza.
—Estás un poco pálida —susurró mientras cogía una pasta con mermelada.
Era mi momento y le dije que estaba visitando a un psicólogo.
—Genial, mi sobrina lleva a los niños porque tienen una conducta que en el colegio consideran inapropiada.
A partir de allí me contó cómo es el
sistema educativo actual del que estoy alejada desde que mis hijos
terminaron la universidad.
Me disculpé para ir al baño y ante el
espejo le pregunté a esa mujer que me devolvía, cómo puedo elegir tan
mal a la gente. Si hiciera una lista de mis equivocaciones, ocuparía
páginas y páginas, pero me había propuesto pedir ayuda, algo que me
resulta muy difícil, e iba a intentar conseguirla.
Cuando regresé al salón, mi invitada
estaba hojeando una revista de moda y eso le dio pie a un nuevo discurso
sobre los colores de la temporada.
Tres horas después, sin que yo hubiera
tenido oportunidad de llevar a cabo mi misión, se fue. Hilario la
esperaba para ir a recoger no sé qué cosas. «Y ya sabes lo furioso que
se pone si llego tarde». Desde el ascensor, después de recomendarme un
maquillaje para mi palidez, me lanzó un beso con los dedos y partió.
Creo que el lunes no voy a ir a terapia.
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