Desde pequeñita lo admiraba. Acompañado
por sus esposas —fueron tres y con ninguna tuvo descendencia—, lo veía
entrar en la Iglesia del brazo de aquellas damas elegantes, hieráticas,
siempre envueltas en sedas, encajes y plumas de colores.
—¿Cómo han pasado la semana la pequeña Cécile y su vestidito rojo? —guiñaba un ojo divertido.
Ella casi no se atrevía a mirarlo. ¡Era
tan señor el señor! A los seis meses de haber fallecido su última esposa
comenzó a percibir que no la saludaba de la misma manera, ahora lo
hacía entornando los ojos, igual que ojeaba su padre a los terneros en
la feria. Una noche al volver de encerrar las vacas, la muchacha lo
encontró en casa. Se levantó al verla, recogió el capote, y llevándose
la mano al sombrero, se fue. Al pasar por su lado, como siempre, le
guiñó un ojo.
—Hasta pronto, Cécile.
Su padre y su madre estaban
revolucionados. Su abuela no tanto. Valía para más, murmuraba sentada en
su rincón la aún bella anciana. Le dijeron que fue a verlos para
pedirla en matrimonio, aunque tenía que saber que él les había dicho y
recalcado que lo haría siempre y cuando ella no tuviera inconveniente.
La joven divisó en la mirada de su padre la misma luz que cuando obtenía
en el mercado un buen precio por una vaca. Y aunque su abuela movía
casi imperceptiblemente la cabeza, sus padres, sabedores de la fortuna
que aquel matrimonio podía traerles, estaban decididos a entregarla.
Comprendió la pequeña Cécile que no tenía otra opción. ¡A dónde vas a ir
que mejor estés! Decía su arrebolada madre pellizcándole la mejilla.
Después de tres días la vino a buscar en
un cabriolé pintado de negro. Ella lo esperaba en la puerta con su
vestido más lujoso, el rojo, el mismo que se ponía para ir a las
fiestas, el mismo que lucía los días de precepto para ir a Misa. La
llevó a los bosques de su casona de piedra, que a Cècile le pareció un
castillo, y sentados sobre la hierba fresca de un claro, arrullados por
el rumor de las hojas de los árboles, abrazándola, la besó, llegando en
sus caricias a levantarle las faldas. Aquellas manos de dedos largos,
blancos, sin cayos ni rozaduras, le gustaron. ¡Era tan elegante y
cariñoso el señor! Y además a la niña le gustaban aquellos amorosos
escarceos sobre su piel, que hacían que le subiera un calor al pecho que
la excitaba. Y así siguieron una tarde tras otra hasta que terminó el
luto por la última esposa y pudieron contraer matrimonio. La boda fue
tranquila. Solo asistieron sus padres, su abuela y algunos familiares
que de él llegaron de París y que la miraban con descaro.
La misma tarde que contrajeron
matrimonio, cuando después de despedirse de los invitados ella trémula
lo esperaba, su esposo le acarició con el pulgar la mejilla, y como si
se tratara de un padre aleccionando a su adorada niña, le manifestó que
ahora tenía que aprender a comportarse como la perfecta esposa de un
caballero, y que su pariente Adèle se había ofrecido a instruirla.
Después, cálido, la besó en la oreja, le sujetó el rostro entre las
manos y le rogó que se esforzara y que aprendiera rápido. Y sin más, sin
permitirle recoger ni una sola prenda de su ajuar, como el que devuelve
una mercancía defectuosa, la envió con su prima a la capital.
—Te espero anhelante —le susurró al oído antes de cerrar la puerta del coche.
Ya en la ciudad, madame Adèle, que
estaba soltera y encogía la nariz cada vez que se equivocaba de
cubierto, la llevó al atelier y la vistió de sedas, encajes y lazos. Le
compró medias de seda fina y sombreros adornados con flores, frutas y
hermosas plumas de colores. Le enseñó a perfumarse. Así, le decía
vaporizando el aire con una nube de la delicada fragancia, que luego,
como gotas de lluvia fina, le caía encima. A ella eso le parecía un
despilfarro, y además dejaba poco aroma en la piel, pero si era así, así
lo haría. Le enseñó a comer todo tipo de manjares con unos cubiertos
raros. Habituarse a eso, le había costado un poco más, sobre todo porque
muchas veces la comida no le gustaba. ¡De dónde se iban a comparar
aquellos elaborados platos con las rebanadas del pan recién hecho por su
madre, untadas con queso fresco o foie! Y le enseñó a escribir y a leer
con soltura. Hasta que un día, altiva, colocándole una mano sobre el
hombro, le espetó: «Ya no puedo sacar más de ti.» Y en un coche que
llegó a buscarla desde la casa de su esposo, cargada de baúles y
maletas, la devolvieron a la aldea.
Cuando entró en su hogar de piedra que
seguía pareciéndole un castillo, con impostada elegancia, se desprendió
el alfiler del sombrero y se quitó los guantes. Él la miraba admirado.
Ella inclinó la cabeza y le ofreció una blanca y perfumada mejilla que
él besó. Estarás cansada, dijo, poniéndole la mano en la cabeza. Se
volvió hacia uno de los criados, y le ordenó que la acompañara a su
habitación. Siguiendo las indicaciones de Adèle, se vistió para cenar y
cuando iba a salir de su cuarto, escuchó que unos nudillos golpeaban la
puerta. Ha venido a buscarme, pensó inquieta pellizcándose las mejillas.
Pase, pronunció con un tono de voz impersonal, tal y como le enseñó la
prima de París. Entró el criado llevando una bandeja que dejó sobre un
velador al lado de la ventana. En ella, además de unos apetitosos
alimentos, al lado de una botellita de vino tinto, había una tarjeta
doblada por la mitad. Que descanses querida, decían los rasgos de
aquella elaborada escritura, y debajo de las tres palabras, aparecía el
nombre de su esposo. La leyó una y otra vez sintiéndose como si fuera
una invitada. Ya anochecido, se cambió sus ropas por un bonito camisón y
lo esperó hasta que el sueño terminó venciéndola.
A partir de aquella noche almorzaban y
cenaban juntos, aunque apenas hablaban. Él la miraba y con la más triste
de las sonrisas, movía la cabeza. Luego, después de besarla en la mano o
en la frente, se iba cabizbajo. No volvieron a pasear, ni la volvió a
abrazar como antes hacía debajo de los árboles del parque, ni volvió a
encontrar en sus pupilas la tunante luz de los días en que la cortejaba,
ni tampoco le volvió a levantar la falda aquella mano cálida y suave,
que tanto extrañaba y que su solo recuerdo le encogía el pecho.
Por las tardes, Cècile solía ir de
visita a la casa de sus padres. Al menos entre aquellas pobres y
humildes paredes se sentía querida. Y mientras se bebía un tazón de
leche recién ordeñada y mordisqueaba rebanadas de pan todavía caliente,
mentía al contarles lo bien que estaba y lo feliz que era. Y ellos le
hablaban de la buena boda que había hecho, y de la suerte que tuvo
cuando se fijó en ella el terrateniente más rico de la aldea y sus
alrededores, quien además de ser hombre bueno y educado, la quería
tanto. Y contemplándola arrobados le contaban que sus amigas envidiaban
sus criados, sus lujosos vestidos, y que tomara los alimentos con
cubiertos de plata y en mantelería fina. Y, luego, cuando se despedían,
su madre, aduladora, le susurraba al oído poniendo los ojos en blanco:
«Un hijo. Ahora tienes que darle un hijo. Si no, vendrán los de la
capital y...»
Una tarde en que al encontrarse sus
padres en el campo se hallaba a solas con su abuela, Cècile bajó la
cabeza y rompió a llorar. La anciana frunció el entrecejo. Y sin esperar
que la mujer le hiciera pregunta alguna, comenzó a hablar.
—Abuela, desde que me casé, mi hombre no
me toca. Ni tan siquiera yació conmigo antes de enviarme a la capital.
Nunca ocurrió nada de eso que usted me dijo que iba a pasar —clamó entre
sollozos—. Intento ser como ellos quieren, y casi nunca me equivoco al
usar los cubiertos. Abuela, hasta leo todas las noches a su lado.
Alisando la falda de seda lila, bajó la
mirada. Sacó de su coqueto bolso un pañuelo de batista y encaje y
ayudada por el pulido dedito, se limpió las lágrimas. Con voz ronca
continuó diciendo que la prima Adele le enseñó a ser discreta, amable, a
no levantar demasiado la vista delante de los hombres, no fuera a ser
que la tomaran por lo que no era, y que ella…
—Ven —la interrumpió la anciana pidiéndole que la ayudara a levantarse.
Juntas, fueron hasta el dormitorio en
donde la anciana abrió un cajón de la cómoda de pino pintada de negro, y
sacó dos fotos, amarillas ya por los muchos años transcurridos sobre
ellas. Incrédula, Cècile miraba una, luego otra. Y volvía hacerlo una y
otra vez. Después de un rato, tumbadas en la cama las mujeres
mantuvieron una larga conversación.
Era ya de noche cuando llevando un atado
en la mano, volvió a la casona de piedra. Fue directamente a su
habitación y se encerró con llave. Desnuda, se frota con hojas de
lavanda los hombros, las piernas y el cuello, y luego de untarse el sexo
con aceite árabe, de pintarse los ojos con kohl, y las mejillas con
carmín, se viste con su traje rojo, aquel que se ponía para ir a la
iglesia y pasear con él por los bosques. Así arreglada, baja al zaguán y
cómodamente recostada en una silla lo espera. Lo ve entrar, y
maliciosa, desvergonzada, le sonríe. Y cuando el hombre serio, solemne,
trémulo, ya está junto a ella, Cècile, envuelta en una nube de
fragancia, se levanta y le recoge el sombrero y el capote. Después,
gatuna, le acaricia la mejilla tan cerca, que le hizo sentir su aliento
refrescado con menta. Sin soltarlo, apoya la cabeza en su hombro
regalona, y se cuelga de su brazo.
—Hueles a prado y a vacas —turbado, le acaricia la mejilla.
Y ella, abrazándolo, le roza la nuca, le echa los brazos al cuello y después de besarlo ardorosa, lo empuja hasta el dormitorio.
Tenía que volver a hablar con su abuela,
pensaba contemplando las pinturas de ángeles y nubes del techo. Había
puesto en práctica sus enseñanzas y lo había conseguido, pero ahora
quería saber más. Ahora era a ella a la que no le bastaban los placeres
de los que había disfrutado aquella noche. Tenía que haber más, se
repetía. Y quién si no su astuta y pícara abuela podía enseñarle cómo
divertirse. Quizá si hubiera nacido en la ciudad sabría tanto como ella,
y quizá también, sería bailarina en un cabaret de París. Volvió la
cabeza y contempló el rostro del hombre que sonriente, plácido, dormía a
su lado. Entrecerrando los ojos, levantó los desnudos brazos por encima
de la cabeza y se recostó en la almohada. Suspiró profundo recordando a
su abuela. Cómo se apreciaba su arte cuando le mostró cómo comportarse
para hacer a su hombre feliz. Y mientras le revelaba el arte de la
utilización de las manos, de la composición de las posturas, con qué
dulzura le hablaba sobre el placer, que… Abrió los ojos de golpe. ¿A qué
se referiría cuando le dijo que tenía la obligación ser feliz «dentro o
fuera de tu casa»? Sí. Tenía que volver a hablar con ella.
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