Las
calles están desiertas, no pasa un alma. Los pocos que se aventuran pasan deprisa, mirando al suelo,
temerosos de encontrarse con alguien. Van con bolsas abultadas llenas de
alimentos, muchos llevan mascarillas. Se miran recelosos unos a otros. Nadie
mira hacia arriba, no ven los árboles, que se están llenando del verdor de la
primavera.
Esta
pandemia nos mantiene a todos confinados en casa. No a todos, hay mucha gente
en primera línea, como los médicos y enfermeras. Soy médico jubilada y estoy acostumbrada a ver morir a la
gente, pero a la muerte nadie se acostumbra y menos el que va a morir. Para él es siempre su primera experiencia. Es
natural, amamos la vida nos apegamos a ella, sin embargo, todos sabemos que
somos mortales. Por eso, aunque cada día suban las cifras de los que
mueren y es tan fácil el contagio, nosotros lo vemos como una película en la que
los protagonistas son siempre «los otros», estamos incapacitados para imaginar
nuestra propia muerte.
No
importa que estemos entre las personas de riesgo, que tengamos muchos años, y
además, alguna patología añadida.
Siempre encontramos algo que nos salva, para no estar entre ellos: somos más
previsores, nos cuidamos mucho más, las mujeres viven más que los hombres, tenemos
que estar vivos, no nos podemos morir ahora que tenemos que cuidar a…
Si me
viese cara a cara con la muerte ¿me daría por vencida? Creo que no me
resignaría y haría todo lo posible para engañarla, si es preciso.
Le
diría: Vete con tu música lúgubre a otra parte, aquí no te queremos. Tengo
cosas que hacer, aún no he escrito un libro ni he plantado un árbol −bueno esto
no es verdad, planté con mi propia mano más de cien almendros, que se han
convertido en preciosos árboles, que florecen en febrero−, tengo que vivir
porque me quedan muchos libros por leer, algunos imprescindibles, porque tengo
que cuidar a mi hermana, a mi marido, a mis nietos…
La
muerte no se dejará engañar y será implacable. Me responderá:
«Se
te acabó el tiempo. No eres joven, tus hermanos, recuerda, murieron más jóvenes
de lo que tú eres ahora».
Eran
otros tiempos, contesto, además las mujeres vivimos más. Soy médico, tengo que
salvar vidas, voy voluntaria.
«No
tengo prisa, me contesta. Te contagiarás, allí te espero».
Y se
va despacito hacia el mismo hospital en el que yo me he inscrito como
voluntaria.
© Socorro González-Sepúlveda
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