viernes, 31 de diciembre de 2021

Adiós 2021

 


«Cuentos de Marieta»

Agradece con la mano en el corazón, a tantos buenos lectores, amigos de letras, esas horas de esparcimiento que hemos podido compartir en este año que se va.


Y recordad, no os despistéis, que es momento de empezar con el pie derecho el Nuevo Año 2022.

 

Os quiero

Hasta mañana


miércoles, 29 de diciembre de 2021

Cristina Vázquez: Olor a jazmín

 




Inspirado en la leyenda del hada Melusina

La mirada aviesa de sor Melinda, pese a su dulce nombre, fue la primera impresión desagradable que recibió Atina al entrar en el colegio. Erguida en lo alto de la escalera de granito, bajo una marquesina herrumbrosa, miraba a las recién llegadas con el ojo frío del ganadero que evalúa las reses válidas o inútiles.

La toca almidonada avanzaba a los lados de su cara de monito avispado igual que unas alas desproporcionadas de un insecto lisérgico, lo cual producía un extraño contraste. La visión desagradable de la monja, la dejó desanimada, pues tenía por delante dos meses en esa institución para mejorar su francés y aprobar el suspenso de junio.

Una vez realizadas las despedidas más o menos llorosas o liberadoras de los familiares que entregaban a las docentes, una campana marcó el momento de subir a las habitaciones. En fila de dos se oyó el estrépito controlado de los pasos por las escaleras de las recién llegadas, cuyos nombres estaban marcados en cada puerta del dormitorio correspondiente. A Atina le tocó con Domenica, una milanesa deslumbrante y sabia para sus trece años, y con Julia, una alemana morena y expresiva que miraba con recelo a la desenvuelta italiana.

Había un baño en cada extremo del pasillo, con las habitaciones asignadas a cada uno de ellos. Le pareció correcto el que le tocó en suerte. Un poco antiguo pero limpio y sintió que no hubiera duchas en vez de esa gran bañera por la que tendrían que pasar muchas personas, lo que le producía cierto reparo. Pero todo le resultó adecuado: el dormitorio, la sala de estudios, el comedor, y en el ambiente flotaba un cierto aroma entre bizcocho y desinfectante que le daba confianza.

Empezaron las clases y sor Melinda se distinguía del resto de las monjas por su edad, rigor y por la extraña toca que encajaba su cara como un mosaico inamovible. El resto eran unas hermanas alegres, jóvenes, y con afán de enseñar y divertir a las alumnas. Aunque la sola presencia de la anciana monja producía una especie de corriente helada que paralizaba los juegos o las risas. Se susurraba que nadie conocía su edad y que era la última representante de un antiguo linaje francés, del que provenían reyes y santos. Desprendía un extraño olor indefinible y mohoso. La vieja, a veces, trataba de sonreír, pero su intento no era más que una escalofriante mueca amarillenta que parecía abrir una insondable y putrefacta fosa.

Las dos compañeras de cuarto, Julia y Domenica, entraron en franca rivalidad y como Atina era la única que entendía el italiano y algo de alemán, las noches en el dormitorio empezaron a ser la ONU a tres bandas. Cada una se quejaba de la otra en su propio idioma a sabiendas de que no la entendería y a ella la terminaban abrumando con sus pesadeces.

Una noche, harta de sus quejas, decidió darse un baño como lo hacía en su casa: con espuma, sin prisas y en silencio. Los horarios de los baños estaban pautados, al igual que los días en que se podían realizar. Dos a la semana y otro el domingo, lo que le resultaba incómodo acostumbrada como estaba a su ducha diaria. Se levantó sigilosamente y avanzó por el pasillo con su pequeña linterna. Mientras se desnudaba detrás del biombo que había en una esquina para dejar la ropa, una iluminación tenue surgió y entre las rendijas vio a sor Melinda. Las piernas le empezaron a temblar y se quedó petrificada al ver como la anciana echaba unas sales en la bañera y soltaba con sigilo el agua. Atina pensó que la expulsarían y querría tener alas para poder huir de esa trampa en la que se había metido.

Oyó como se quitaba los hábitos pues tenía los ojos cerrados con la falsa ilusión de que si no veía no la verían a ella, pero al fin los abrió y pudo atisbar a la vieja desnuda, con una carne pellejuda y fláccida y la toca puesta. Se miró absorta en el espejo para quitarse la cofia y apareció una cabeza calva, diminuta. Atina creyó que iba a vomitar, pero la monja sonreía frente al espejo y se metió con agilidad sorprendente en el baño.

Apoyó su espeluznante cabeza en un extremo de la bañera. Al momento siguiente un aroma envolvente de jazmín, rosas, nardos, empezó a inundar la habitación y una brisa suave abrió la ventana. La repugnante sor Melinda se iba convirtiendo en una hermosa mujer cuya melena rubia y abundante caía fuera del baño y unos susurros masculinos mezclados con los dulces y ahogados de la mujer inundaron el cuarto. Atina se puso en cuclillas pues comprendió que se iba a caer. Al cabo de un rato todo cesó. El aroma, los susurros, la brisa y salió del baño la mujer más hermosa que ella hubiera visto nunca. Se miró en el espejo con altanería y cerró los ojos. En breves minutos volvió a ser la vieja fláccida y calva, se envolvió con desgana en su hábito y arrastrando la toca desapareció.

Cuando pudo reaccionar volvió temblando a su cuarto donde sus dos compañeras seguían, ya en directo, insultándose cada una en su idioma y al verla entrar se callaron. La cara de Atina era de una palidez extrema y por más que le preguntaron fue incapaz de contar lo que había presenciado.

Al día siguiente sor Melinda dirigía con la misma mano firme y rugosa la institución y al pasar al lado de ella notó un lejano olor a jazmín, diferente del habitual que exhalaba y sintió su mirada de una manera especialmente intensa durante el estudio.

Llamó a su casa para que vinieran a recogerla. Estaba en peligro le aseguró a su madre.

© Cristina Vázquez

martes, 28 de diciembre de 2021

Blanca del Cerro: La cueva

 


Cuento de Navidad

 

        Nuestra barca se aproximaba despacio a la cueva mientras otras embarcaciones se deslizaban lentas por el mismo mar de silencio. Nadie decía una palabra. Sabíamos que si nos descubrían estaríamos condenados a muerte, pero llevábamos varios años haciéndolo y el riesgo parecía reducirse a medida que pasaba el tiempo. No era cierto, pero mejor creerlo así para ahogar el miedo.

        Recuerdo bien que llegaron un día gris de otoño, se introdujeron sin notarlo en nuestros pueblos, y nos redujeron a escombros. Llegaron e impusieron sus órdenes, sus deseos, sus mandatos y quisieron imponernos hasta su forma de pensar. Arrasaron con todo lo que se interponía en su camino, como un martillo aplastando nuestros sentimientos, como una hoz segando cualquier raíz de cordura. No hubo nada que hacer porque quien podía levantar la mano, bajó la cabeza. Y se quedaron entre nosotros a modo de amos. Prohibieron las iglesias, prohibieron nuestra religión, prohibieron cualquier símbolo de alegría y prohibieron la Navidad. Hasta que descubrimos aquella cueva entre peligrosos acantilados donde nadie se acercaba. Y menos de noche. Por eso la elegimos.

        Y allí nos dirigíamos todos los años, mis padres, mi hermana Lorena, mi hermano Santi y yo, que entonces tenía quince años. Pensaba si llegarían a hacerme algo por llamarme Miguel, que es el nombre de un ángel, pero supuse que no porque en realidad ni siquiera sabrían lo que es un ángel.

Y en aquella cueva semi escondida, en un silencio sobrecogedor acompañado por el ruido de las olas, celebrábamos todos los años una especie de simulacro de Navidad entre velas, sonrisas y oraciones. Y respirábamos paz. No podíamos hacer nada más, pero nos sentíamos bien porque, por mucho que se empeñasen, por mucho que luchasen contra nuestros maltrechos cuerpos y nuestras almas humilladas, por mucho que batallasen contra los elementos, tanto ellos como nosotros sabíamos que jamás podrían despojarnos de nuestros sueños.

 

©Blanca del Cerro

#cuentosparapensarBlancadelcerro

lunes, 27 de diciembre de 2021

MJ Pérez: Dejé de serlo



He dejado de ser escritora. Cada vez lo tengo más asumido que voy camino a dejar de serlo. Hace más de un año que no me emociono de verdad con una historia. Comparto con vosotras estos pequeños relatos, pero nada más y me da la sensación que cada vez me va a costar más cumplir. De hecho, ya me cuesta y me siento terriblemente mal por ello.

 

Ahora que acaba el año podría ser un buen momento para proponerme escribir más. Hacer una promesa de año nuevo. Aunque solo fuera los fines de semana, una hora a la semana, lo que se pudiera. Sin embargo, el cambio de vida que se produjo a principios de este año quizás no me lo permita y me pregunto muchas cosas: ¿volveré a escribir como solía, ha acabado esa etapa para mí? Pensar en ello me agobia y me pone un poco triste. Decir lo contrario sería mentir.

 

Os confesaré también que encontrarme en una encrucijada nunca ha sido mi fuerte. Decidir (sobre todo en cuanto a temas importantes) es complicado y a veces no puedo evitar quedarme en blanco, bloqueada y sin voz. Lo que me lleva a tener cada vez más claro que si sigo postergándolo no lo retomaré.

 

¿Sonarán las campanadas de la Puerta del Sol y sentiré una epifanía, me pondré a escribir tanto mis obras como entradas del blog y volveré a mi antigua normalidad? Veremos. De momento, me conformo con desearos unas muy felices fiestas y con desear que la vida vuelva a darme la oportunidad de ser lo que fui.

 

© MJ Pérez


sábado, 25 de diciembre de 2021

Feliz Navidad 2021

 

Sandro Botticelli


¿Qué es la Navidad?

Viene cada año y nos recuerda el nacimiento de Jesús, las ilusiones de la niñez, las alegrías de la juventud, la aceptación de la vejez.


Son días de dar y recibir. De escuchar villancicos y de expresar tu amor con palabras.

 

El Blog «Cuentos de Marieta» desea que este día de Navidad todos sus lectores despierten sintiéndose niños.


Feliz Navidad

jueves, 23 de diciembre de 2021

Lugares de peregrinación: Camino de san Olav

 



En el norte de Europa, en Nidaros, Trondheim, Noruega nos encontramos con el Camino de san Olav reconocido oficialmente como Itinerario Cultural Europeo. Consta de 650 kilómetros entre las ciudades de Oslo y Trondheim, o para ser más exactos entre las ruinas de Mariakirken en Middelalderparken en Oslo y la catedral de Nidaros.

En esta catedral está enterrado el rey Olav Haraldsson, quien fue martirizado en 1030 y canonizado por su defensa del cristianismo como religión oficial en Noruega. 

Junto a Santiago, Jerusalén y Roma fue uno de los grandes destinos de peregrinación de la Edad Media. Con la llegada del protestantismo a Noruega el camino desapareció. No fue hasta 1997 cuando se reabrió a los peregrinos.

Si bien esta ruta es conocida por ser bastante agotadora, también ofrece unas panorámicas únicas. Atraviesas lugares como Bonsnes, el lugar donde nació san Olav, visitas una de las iglesias más bonitas de Noruega, Ringebu, también el museo Maihaugen al aire libre, contemplas construcciones vikingas, tumbas, pueblos medievales, fiordos, bosques, cruzas las montañas de Dovre, navegas por el lago Mjosa, en el barco a vapor más antiguo del país… 

Al igual que en el Camino de Santiago, el de san Olav tiene su propia “Compostela”. Se entregará a aquellos peregrinos que hayan realizado a pie al menos los cien últimos kilómetros hasta la catedral de Nidaros. Podrás ir sellando la credencial durante el camino. Se encuentra marcado en todo momento por el símbolo de una flor y una cruz.



martes, 21 de diciembre de 2021

La pandereta

 


Es un instrumento de percusión. Uno de los más conocidos en todo el mundo. No se tiene un registro de quien la inventó. Pero se cree debió originarse en el Cercano Oriente, ya que era conocido por los antiguos egipcios y por los asirios. Hay grandes estatuas sumerias representando a mujeres con panderetas, y en la Biblia se menciona en muchas ocasiones.

En la Edad Media ya era común en toda Europa, y desde entonces en Francia, España, e Italia su importancia sigue vigente. No ha disminuido ni un ápice. También la encontramos en otras culturas como China, India, Perú, Groenlandia, el Cáucaso, y Asia central.

Pertenece a los tambores de marco. Se golpea con las manos y en algunas ocasiones con otras partes del cuerpo para lograr producir sonidos manteniendo el ritmo adecuado de la canción. Su tamaño es pequeño y está formada por una o dos pieles que se tensan sobre un aro de madera o metal. Puede ser piel de oveja sin lana o panza de burro. Tiene hendiduras con cascabeles, campanillas.

Ya en el siglo XVIII Wolfgang Amadeus Mozart fue uno de los primeros compositores que incluyó la pandereta en sus composiciones, al igual que Ígor Fiódorovich Stravinsky, Piotr Ilich Chaikovski, Gustav Holst…

La pandereta es sinónimo de alegría.  Se usa en escuelas, en bandas musicales, para interpretaciones formales y también en eventos carnavalescos. Ideal para villancicos y hasta de acompañamientos al recitar versos. Es uno de los primeros instrumentos que llegan a probar los niños, un juguete delicioso. Todavía recuerdo a mi madre pidiéndome de favor que dejara de tocar,  aunque solo fuera un rato.

La pandereta no quedará varada en el tiempo.

¿Te acuerdas de este villancico?

 

Una pandereta suena,

una pandereta suena,

yo no sé por dónde irá.



Sal mirandillo arandandillo,

sal mirandillo arandandá,

cabo de guardia alerta está.



No me despiertes al niño,

no me despiertes al niño,

que ahora mismo se durmió.



Sal mirandillo arandandillo,

sal mirandillo arandandá,

cabo de guardia alerta está.



Que lo durmió una zagala,

que lo durmió una zagala,

como los rayos del sol.



Sal mirandillo arandandillo,

sal mirandillo arandandá,

cabo de guardia alerta está.




domingo, 19 de diciembre de 2021

Liliana Delucchi: Entre la espuma

 


Lo que sucedía siempre volvió a suceder, como todas las noches: Las protestas de los chiquillos antes de irse a la cama, la insistencia de la niñera para que se lavasen los dientes y Clarisa en su sillón a la espera de la llamada telefónica de su marido que va a decirle que tampoco esta vez irá a cenar.

Se sirve una copa de vino y mira a su alrededor. Sus ojos se detienen ante el cuadro que acaba de colgar. No está muy segura de haber hecho una buena compra, pero esa tarde no tenía ganas de volver a su casa y el local de subastas era una buena opción. Tiene la sensación de que el martillero la miraba con insistencia. Era elegante, con una voz grave y tan clara como un actor de teatro. ¿De verdad retuvo su mano más de lo debido o eran solo imaginaciones suyas? Sonríe al silencio y se cubre las piernas con una manta. No es frío, piensa, solo necesidad de que alguien me arrebuje. El sonido del móvil la devuelve a su salón y la voz de Luis le confirma lo que ya sabía. Es hora de un buen baño.

El cuarto de baño es una de sus zonas preferidas de la casa. Lo diseñaron entre los dos, cuando todavía hacían cosas juntos, cuando se metían en esa bañera a susurrar lo felices que eran y lo que les quedaba por hacer. Ahora es territorio de Clarisa. Luis prefiere una ducha rápida por la mañana.

Mientras rellena la tina con agua caliente se queda mirando por la ventana las luces de la ciudad. ¿Qué ocurrirá en aquellas casas que están más allá de la colina? Se imagina familias felices, alguna anciana solitaria y la consabida joven fundida en su tablet. Ya entre la espuma, respira profundamente con la mirada fija en sus dedos del pie. Magnífica pedicura, Sabrina. ¿Qué estará haciendo el hombre de esta tarde? Tengo su tarjeta, puedo llamarlo o pasar por la casa de subastas. Pero ¿Qué estoy pensando? Eso lo haría Carmen, que es una lanzada, yo terminaría balbuceando incoherencias. Mejor me olvido.

Cierra los ojos y siente que la acarician por debajo del agua. Es el subastero que desliza su pie a lo largo del vientre de Clarisa. La mujer se estremece, coge el tobillo del hombre y empieza a masajearle la planta. Respira hondo antes de sumergirse y de pronto… Ya no está en su bañera. Es un mar color esmeralda, hay peces y alguien le hace señas para que se dirija a una cueva subterránea. Aprieta los párpados para recordar cada detalle de la cara de ese desconocido hasta hace solo unas horas, pero no lo logra. Se da cuenta de que es Luis quien la llama desde las rocas, quien le tira besos que se transforman en pompas. Sale a la superficie. Desde el cuarto de baño en penumbra ve que se enciende la luz del vestidor y por el pasillo a su marido que avanza desnudo hacia ella.
—Sabía que estabas aquí, por eso me di prisa —le dice antes de introducirse en medio de la espuma.

© Liliana Delucchi


sábado, 18 de diciembre de 2021

viernes, 17 de diciembre de 2021

Paula de Vera García: Un día especial (Ban & Elaine) - Parte III

 


 

―¡Ban! ―lo recibió Elaine, encantada; antes de dejar a Lancelot un instante en las capaces manos de Jericho, incorporarse y acercarse a él con un corto vuelo. El beso fue corto y casto, pero el hada se estremeció como de costumbre cuando notó los dedos de él acariciando su cintura con mimo―. ¿Qué tal ha ido la patrulla?

―Muy bien ―sonrió su esposo, ufano, antes de girar la vista hacia el bebé y su madrina―. ¡Hola, canijo! ¿Qué andáis haciendo?

Su mujer resopló por lo bajo, reflejándose el cansancio en sus facciones sin esfuerzo.

―Estábamos con lo de seguir aprendiendo a andar ¿verdad, mi amor? ―preguntó a un Lancelot que los miraba con ojos brillantes de expectación y adoración, todo en uno―. Pero me da que alguien no quiere esforzarse mucho hoy…

―Oh. Conque sí ¿eh? ―canturreó entonces Ban, para sorpresa y mayor interés de Elaine―. Bueno, canijo… Entonces… ¿a que no adivinas lo que te ha traído papá del paseo?

―¿Qué es? ―se interesó Elaine, mientras a Jericho se le abrían los ojos también al máximo a causa de la curiosidad―. Ban ¿qué vas a hacer? ―insistió el hada en un susurro más bajo, al ver que él no contestaba enseguida.

Sin embargo, el humano se limitó a depositar un dedo sobre su sonrisa pícara, como si pidiera silencio, antes de inclinarse junto a un Lancelot que lo recibió con la alegría inherente a su edad. Sólo entonces, Elaine comprobó cómo su amado metía la mano por dentro de la cola de su largo chaquetón rojo y extraía algo que captó la atención del bebé en un abrir y cerrar de ojos.

―Bueno, pequeño… Fíjate lo que tengo para ti.

Como su madre debió suponer, Lancelot echó de inmediato las manos hacia delante para coger el codiciado muñeco; sin embargo, no levantó el trasero del suelo más que para arrodillarse y avanzar a gatas hacia su padre. Momento en el que este, ladino, alzó la mano y apartó el juguete del alcance del pequeño.

―¡Ah, no! No creas que lo vas a tener tan fácil, campeón… No si no haces lo que mamá te ha pedido.

Por supuesto, ante aquella negativa, el pequeño compuso un puchero inmediato y amenazó con empezar a llorar. Cuando los primeros gemidos y las primeras lágrimas asomaron a su boca y sus ojos, respectivamente, Elaine suspiró con el corazón encogido. No podía soportar que su tesoro llorase, fuera como fuese…

―Ban, no te preocupes ―dijo entonces, arrodillándose junto a ellos―. Ya lo conseguiremos de otra manera. Venga, dale el muñeco, anda…

Pero el aludido negó sin violencia antes de dirigirle una mirada rojiza y confiada.

“Tranquila, cielo. Todo irá bien. Confía en mí.”, susurró en su mente, algo que ella escuchó a la perfección.

Algo insegura, el hada apretó los labios, pero se tranquilizó un tanto en cuanto vio lo que reflejaba el corazón de Ban. Este, por su parte, se giró de nuevo hacia Lancelot en cuanto vio la aprobación en el rostro de su mujer

―Vamos, pequeño. Sé que puedes hacerlo. ―Cuando agitó el muñeco frente al niño, a una altura algo más accesible aunque no lo suficiente para cogerlo estando de rodillas, el berrinche desapareció como por ensalmo y su atención se fijó de nuevo en el premio ante sus ojos―. Confía en ti mismo ¿vale? Sé que puedes…

―Ban… ―susurró Elaine, aún indecisa.

Pero él sólo le dirigió un asentimiento confiado.

―Venga. Vamos a ayudarle un poco ¿de acuerdo?

El hada, entendiendo a lo que se refería, se situó entonces tras Lancelot, sujetando sus manos con delicadeza. El niño, mientras tanto, no dejaba de observar el muñeco. Jericho, por su parte, permanecía sentada en silencio a escasos dos metros de distancia, contemplando la escena casi con silenciosa reverencia. Cuando Ban retrocedió apenas un paso y se acuclilló, sosteniendo el muñeco frente a sí, Elaine tiró apenas de Lancelot hacia arriba. Este pareció dudar un instante; sospechando, quizá, que la pesada rutina de caminar comenzaba de nuevo. Pero sus ojos no se despegaban de ese premio que se agitaba goloso en el aire, frente a él. Probablemente por ello, al cabo de unos pocos segundos, el pequeño se decidió a alzar la primera rodilla y plantar el pie en el suelo. Cuando la segunda pierna siguió el mismo recorrido, Elaine contuvo la respiración, alternando la vista sin querer entre padre e hijo. Pero el primero mostraba una mueca confiada que no desapareció en ningún momento. De hecho, sus ojos no se distrajeron de Lancelot mientras este hacía un esfuerzo soberano por mantenerse en equilibrio sobre sus pies.

Aun así, el hada pensó que no sería capaz de contener un gemido encantado cuando, un instante después, Lancelot echó el pie para dar el primer paso hacia delante; todo mientras la conexión visual entre él y su progenitor parecía casi palpable. Cuando dio el segundo paso, Elaine dio gracias a las diosas y la madre tierra en su interior por tener a aquel hombre tan maravilloso a su lado. ¿Cómo había sido capaz de intuir tan rápido lo que necesitaba Lancelot para dar, literalmente, un paso adelante? No obstante, al cuarto paso y cuando Ban le pidió que soltara una de las manos del niño, Elaine se asustó por un momento.

―Ban... ¿Estás seguro?

Pero este asintió con tal serenidad que el hada, sin dudarlo dos veces, obedeció de inmediato. Para su mayor pasmo, Lancelot parecía haber olvidado toda reticencia a caminar por sí mismo en los últimos segundos; tanto que terminó dando los siguientes dos pasos sin ayuda y sin dudar ya un instante. Al menos, antes de trastabillar como su madre imaginaba. Sin embargo, el bebé cayó entonces sobre la gran mano de su padre, que esperaba para recibirlo como si también supiera que aquello podía suceder. Y el posible llanto por el tropezón se diluyó en una milésima de segundo cuando Ban rio, alzó a su hijo con un brazo y lo acercó a su rostro.

―¡Sí, señor! ―lo felicitó; entregándole el premio sin dilación y sonriendo con más ganas ante el gorgorito de triunfo del pequeño, nada más abrazar aquella suavidad contra su cuerpecito menudo―. ¿Ves cómo sí que podías hacerlo, campeón? ¡Eres el mejor!

―¡Ban! ―exclamó Elaine entonces, antes de dejarse acunar por el brazo libre de él y enterrar el rostro en el hueco de su cuello―. ¡No puedo creerlo! ¿Cómo sabías que Lance haría eso?

Sin embargo, la que contestó fue Jericho desde su posición, incorporándose a su vez y cruzando los brazos con gesto comprensivo y satisfecho al mismo tiempo.

―Porque en el fondo, sabía que Lancelot podía hacerlo y quería que él confiase en ello, también. ¿Verdad, Ban?

El rey de Benwick asintió despacio, sin perder su propia mueca orgullosa.

―Es algo muy común cuando los niños humanos no quieren aprender a andar, si no es con ayuda, hasta ser más mayores. Siempre he creído que eso sólo consigue hacer hombres débiles que jamás lograrán nada por sí mismos ―expuso, natural―. Pero tú no lo eres ¿no es cierto, campeón?

Lancelot rio por toda respuesta cuando Ban frotó su nariz con la de él, haciéndole cosquillas con el flequillo en la rubia cabecita. Al menos, antes de abrir la boca y emitir un sonido que ninguno de los presentes le había escuchado hasta la fecha:

―“Bah”

Aquella sencilla sílaba dejó a los tres adultos clavados en el sitio en un instante. Nada más terminar las carantoñas con su padre, sin esperarlo, En honor a la verdad, el niño no había hecho algo semejante hasta la fecha, ni de manera tan clara. Pero eso no impidió que el corazón de Elaine se acelerase de inmediato como el vuelo de un colibrí al escucharlo.

―Cariño… ¿Qué has dicho? ―preguntó la reina, siendo la primera capaz de recuperar el habla apenas unos segundos después.

Pero, para su mayor estupor, el bebé sólo se giró hacia su padre. Antes de repetir, convencido:

―“Bah”

Tras reponerse apenas de la sorpresa, los tres adultos se miraron con la incredulidad pintada en el rostro. De hecho, a los ojos de los dos parentales asomaron enseguida unas diminutas lágrimas de emoción al comprender, más o menos, lo que acababa de ocurrir. Más aún cuando Lancelot tironeó del cuello de pelo del chaquetón de Ban y repitió la misma palabra.

―Ban… ―susurró Elaine, haciendo que Lance lo repitiera en su particular tono infantil―. Su primera palabra…

―Sí… ―jadeó el padre―. Pequeñajo, eres toda una caja de sorpresas ¿eh? ―lo felicitó, encantado―. Así que tu primera palabra es el nombre de papá ¿eh?

Lancelot, por su parte, se limitó a sonreír con inmensa felicidad y agitar el muñeco que sostenía en el aire, lo que hizo reír a todos los presentes. El primero, al orgulloso e incrédulo padre humano de la criatura. El cual, por enésima vez, se alegró de que el destino le hubiese concedido el futuro familiar que siempre soñó tener. Porque… ¿acaso podía pedir más?

 

***

 

Después de aquello, la tarde pasó relajada. Mientras Jericho salía de patrulla, Ban y Elaine siguieron entretenidos con el pequeño Lancelot, hasta casi olvidarse de la hora de la cena. Si bien era cierto que el bebé no dijo más palabras nuevas aquel día, sí se animó a caminar un poco más, sin soltar su nuevo juguete de la mano en ningún momento. Para los dos padres primerizos, fuera como fuese, era como si no pudiera existir mayor dicha en el mundo; al menos, no comparable a la que sentían en ese momento.

Sin embargo, las sorpresas tampoco terminaron ahí, al menos para Elaine. Cuando la noche cayó y la mujer feérica ya se encaminaba hacia el dormitorio, tras terminar de recoger los salones y dejarlos preparados para el día siguiente, escuchó algo de camino que la hizo desviarse hacia el cuarto de Lancelot. Mientras ella se ocupaba del palacio, Ban se había encargado de ir a acostar al pequeño polvorín, después de un día de intensas emociones.

«Y yo que pensaba que ayer la celebración había sido intensa…», pensó Elaine con ironía.

Sin embargo, su reflexión se interrumpió en cuanto la mujer se acercó un poco más a la puerta de la habitación de su hijo; y distinguió, esta vez con más claridad, las palabras que surgían desde la semi-penumbra al otro lado.

―“Pero… ¿cómo puedes estar aquí?”, preguntó entonces la princesa hada prisionera. “¿Quién te ha dejado llegar? El bosque que rodea este gran árbol es muy espeso y hay muchos enemigos”. “No sé”, contestó el pícaro, sin mentir a otro ser vivo por primera vez en mucho tiempo. “No he encontrado grandes problemas y sólo estaba intentando encontrar un tesoro que dicen que se esconde en estos pagos… ¡Ya sé! ¡Quizá tú puedas ayudarme a encontrarlo!”. “Pero… yo no sé nada de un tesoro”, explicó la princesa. He estado aquí encerrada aquí toda mi vida, durante muchos siglos, y hace mucho que no veo nada del mundo exterior”. A lo que el bandido se quedó pensando un rato y, entonces, se le ocurrió una idea. “¡Ya sé! Te sacaré de aquí y, entonces, podrás ayudarme a buscarlo. Viajaremos juntos y tú podrás ser libre. ¿Qué opinas?”

―Y la princesa respondió: “es la mejor oferta que me han hecho nunca”.

Al escucharla, Ban calló con un leve respingo, aunque logró mantener el equilibrio sobre el alféizar de la improvisada ventana del tronco sin demasiado problema. De inmediato, se giró, como si no esperase de ninguna manera que alguien lo sorprendiese contando el cuento a Lancelot. Este, por su parte, hacía casi un minuto de reloj que había caído dormido sobre el enorme antebrazo derecho de su padre y no fue consciente en absoluto de la silenciosa reunión de sus dos parentales.

―Eh… Hola ―susurró Ban, sonriendo a su esposa y dejando que esta se acomodara sobre su hombro, la barbilla sobre las manos entrelazadas―. ¿Ya está todo hecho?

Elaine asintió despacio, sin dejar de sonreír a su vez con infinita ternura.

―Ya he enviado a Jericho a organizar las guardias para esta noche, aunque creo que se iba a dar ella misma un paseo antes de dormir ―expuso―. Ya sabes que tampoco es fácil hacer que pare quieta…

Ban soltó una risita por lo bajo, dándose por aludido sin maldad.

―Sí, nunca ha habido manera de decirle que se quede en el sitio, sea como sea ―ironizó, coreando el humor de su mujer.

Después de eso, los dos se quedaron observando a su retoño y la paz de la noche al otro lado de la ventana como si no existiese nada más en el mundo.

―Así que… Una princesa y un bandido ¿eh?

Bajo la tenue luz de la luna, Ban pareció enrojecer apenas sin dejar de acunar a Lancelot.

―Qué quieres… No había manera de que parase quieto, tampoco, y sólo se me ocurrió que sería buena idea contarle un cuento para dormir…

Elaine rio para sí y sacudió la cabeza.

―Desde luego, no podías haber elegido mejor argumento…

Ban la imitó.

―No, en eso estamos de acuerdo ―afirmó, alzando la vista para mirarla con interés―. ¿Qué mejor que una historia de amor sincero, para que aprenda buenas costumbres?

Elaine le acarició el pelo.

―Desde luego. Aunque, si hablamos de buenas costumbres… ¿Cómo sabías que Lance reaccionaría así al muñeco cuando se lo has enseñado hoy?

Ban se encogió de hombros.

―Bueno, supuse que sería un buen aliciente ―expuso sin ambages―. Eso… y que es igual de cabezota que su padre para algunas cosas ―ironizó.

―Bueno, sé que ese padre no es nada cabezota para muchas otras ―lo chinchó Elaine, mordaz―. ¿Me equivoco?

Ban sonrió con interés evidente, como si intuyera por dónde iba la conversación.

―Depende de lo que me propongas ―canturreó por lo bajo.

Elaine, por su parte, se limitó a guiñarle un ojo en respuesta y apartarse unos metros, sin dejar de mirarlo de reojo.

―Bueno… Digamos que hay otra cosa que también podemos enseñarle a Lancelot en algún momento…

―¿El qué?

La sonrisa intencionada del hada se ensanchó.

―Pues… el hecho de que uno no debe romper nunca su palabra cuando promete algo. ¿No es cierto?

 

 

Historia inspirada en Ban & Elaine, personajes de “Nanatsu No Taizai”

Imagen: Ban y Elaine, temporada 3 del anime (screenshot)

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miércoles, 15 de diciembre de 2021

Nuevo Akelarre Literario nº 75: El Belén de Navidad




Me encantan los Belenes. 

Este mes nuestros cuentos van desde una anciana que mantiene su hábito de visitar a su amor platónico que destaca entre las figuras del Belén; una niña que descubre la realidad entre tanta fantasía; un encuentro inesperado o un artesano que discurre qué hacer con la obra de su vida. ¡Qué os gusten! Y… ¡Feliz Navidad!



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https://www.nuevoakelarreliterario.com/el-belen-de-navidad/ 

martes, 14 de diciembre de 2021

Julia de Castro: Unas vacaciones en invierno de Bernard MacLaverty

 


La novela se desarrolla en Ámsterdam, durante unos días de vacaciones. El matrimonio irlandés residente en Escocia, Gerry y Stella Gilmore, ya jubilados opta por esta ciudad para darse un respiro invernal tras años de convivencia. En esas pocas horas de descanso aflorarán sentimientos que llevan ocultos mucho tiempo.

Un matrimonio feliz. Una vida agradable y sin complicaciones. Una familia perfecta. Las apariencias muchas veces nos engañan. Nuestros deseos de felicidad y perfección a menudo consiguen engatusarnos hasta que la realidad sale a nuestro encuentro de manera que ya no es posible seguir mirando hacia otro lado.

En este viaje, los Gilmore van cargados cada uno con su equipaje personal en maletas gemelas que tendrán que poner en común. Cada uno ha fijado sus objetivos de antemano para este viaje y la vida, como casi siempre, terminará por imponer su criterio. Gerry y Stella tendrán que mirarse a los ojos, ahora sin velos.

Tal vez el empeño en que compartir la vida debe derivar en una simbiosis perfecta entre dos personalidades dispares esté en la raíz de algunos males. Los mismos gustos, las mismas opiniones, los mismos sentimientos. Empeños vanos ante las necesidades individuales, el afán de intimidad, el ansia de un espacio propio y privado. A veces, eso que llamamos amor, no es suficiente para mantener una convivencia después de años de diferencias enterrados entre los atajos del camino.


 © Julia de Castro

Mi otoño en libros

Octubre 2020



lunes, 13 de diciembre de 2021

Malena Teigeiro: Una bañera con patas

 


Al salir del cine Imperial Paquita tenía una sensación particular. La película, La tentación vive arriba, era buena y divertida, pero los fotogramas que no olvidaba eran los de Marilyn Monroe, entre burbujas de blanca espuma, alzando las piernas en una hermosa y gran bañera.

La casa de su familia en el pueblo no tenía cuarto de baño ni ducha. Y eso que sitio para hacerlo había, porque aunque destartalada, era grande. Utilizaban para unos menesteres la cuadra y para el aseo los barreños que en el patio colocaba su madre. Luego se trasladaron a Madrid en donde, dijo su padre, vivirían mejor. Al principio se alojaron en dos habitaciones de una pensión en la calle Tribulete. El único cuarto de baño de la pensión se encontraba al final del pasillo. Y como era el único, por estricto turno que marcaba la patrona, se utilizaba por todos los inquilinos, excepto la sucia y desconchada bañera. La dueña prohibía tajantemente su uso. Frunciendo su ajada y pintada boca, casi siempre adornada con un repelente vello negro, decía que gastaba mucha agua y si querían bañarse en ella, y ahí juntaba los dedos de la mano frotando uno con otro, tendrían que pagar más. Por lo que sus inquilinos, entre en bidet y el lavabo, tenían que asearse como podían.

Después de dos años, ¡Al fin!, gritaba su madre con las manos juntas como dando gracias al cielo, lograron un piso de sesenta metros en una nueva barriada. El apartamento tenía dos habitaciones, cuarto de estar, cocina y un baño con polibán. Aquella especie de cubeta cuadrada con asiento a un lado y por la que su padre tuvo que pagar un suplemento, para la familia fue el mayor de los lujos. Pero para Paquita el polibán no era suficiente. Desde que cobró su primer sueldo, comenzó a ahorrar para pagar la entrada de un piso en donde instalaría una bañera grande, con patas, y azulejos verde clarito. Su sueño era levantar, brillantes de agua y jabón, las piernas en su bañera llena de blanca espuma. Porque aunque no fueran como las de Marilyn, a diferencia de las demás chicas de su pueblo, las suyas eran largas, delgadas y de tobillos finos. Quizá con los gemelos un poco provocados, pero bonitas.

Pasó el tiempo y Paquita contrajo matrimonio y tuvo hijos. Cada vez se le hacía más difícil comprar aquel piso en donde pudiera instalar la bañera de sus sueños. Pensó en ayudar a la suerte y comenzó a jugar a los ciegos. Su cupón fue premiado varias veces, pero era tan poca la cantidad que le tocaba que decidió pasarse a la primitiva. Siempre antes de adquirir el boleto rezaba y con él en la cartera seguía rezando. Y a pesar del tiempo transcurrido, ella sin cejar en su intento de llamar a la suerte, siguió comprando su boleto con inmensa fe. Y por fin llegó la mañana en la que, al comprobar los números de su papeleta, la máquina dijo que el boleto tenía que cobrarse a través de una oficina bancaria. ¡Por fin podría tener su bañera de patas!, suspiró con los puños cerrados debajo de la barbilla.

Después de adquirir un piso en el centro de la ciudad, en una calle habitada por personas elegantes, lo reformó de arriba abajo e hizo un cuarto de baño pegado a su dormitorio. Para mí sola, repetía con ilusión a quien quisiera escucharla.

Se sintió la mujer más feliz del mundo cuando el maestro de obras le entregó la llave de su recién reformada casa. Acariciando aquellas llaves, se dijo que sería divertido tomar un baño, sin que nadie la viera ni se pudieran reír de su capricho. Al día siguiente, antes de ir a su piso, compró unas suaves y grandes toallas. Alfombrilla y albornoz haciendo juego, cepillo para frotarse la espalda y el mejor gel de baño que había en el mercado, según dijo la señorita que se lo vendió. Polvos de talco y crema hidratante. Con todas sus compras en la bolsa que le colgaba del brazo, giró la llave de su nuevo domicilio. Al abrir la puerta del cuarto de baño se detuvo un momento para admirar la blanquecina claridad que traspasaba los cristales al ácido. Aquel capricho de los cristales había sido muy caro, pero era tan suave la luz que había merecido la pena el gasto, se dijo emocionada.

Con intensa ilusión, Paquita fue colgando la toalla de una percha y el albornoz de otra. Luego colocó la alfombrilla en el suelo. Y mientras iba dejando su ropa perfectamente doblada sobre la banqueta, miraba cómo cubierta por una gruesa capa de espuma blanca, la bañera, poco a poco, se llenaba de perfumada agua caliente. Cuando entendió que estaba suficientemente llena, se recogió el cabello y trémula, se dispuso a entrar.

Al salir de su nueva casa Paquita se fue directamente a una oficina de compra venta de pisos y puso el suyo a la venta. Ya había cumplido su deseo de tener una bañera de patas de hierro. Lo que ella no había previsto fue que sus casi noventa años no le iban a permitir levantar la delgada pierna lo suficiente como para poder introducirse entre aquella gloria de blancas burbujas.

© Malena Teigeiro