¡Todo
delicioso! ¡Qué bien se come en esta casa! Era la observación general después
de una opípara cena en casa de los González. Luego en la sobremesa se hacían
grupos. El de los hombres mayores hablaban de bolsa, de política, de guerras y
en voz muy baja de sus conquistas; en el de sus esposas los comentarios eran
tan refinados que había que ser muy perspicaz para saber que se hablaba de
alguien en particular. El más delicioso de los grupos era el de la gente joven,
esa edad en que la explosión hormonal hace acto de presencia y más que hablar
de cine, de la última fiesta, buscan esa luz tenue para dedicarse miradas más
que palabras, y algo más si a bien se tercia.
Entretanto,
las camareras recogían la mesa y servían cafés, licores, volviéndose casi
invisibles de tanto entrar y salir.
La
cena de la casa de los González tenía sabor, no solo gastronómico, ese se daba
por hecho, era un regusto a chispa, esa viveza de ingenio que hace reír hasta
que te das cuenta que tú eres el protagonista. Tenía sabor a chisme con ese
matiz insignificante que cuenta un diminuto porcentaje de verdad y el resto lo
que cada cual quiera pensar. Tenía sabor a la matriarca, esa anciana de los
González, enciclopedia viviente de los asuntos del pueblo, que sentada en su confortable
butacón pasaba revista a su tropa de invitados. Nadie marchaba sin padecer su
bondadosa censura.
La
cena de la casa de los González era muy apreciada. Y muy, pero que muy, temida.
©
Marieta Alonso Más
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