domingo, 21 de mayo de 2023

Blanca del Cerro: Una mañana de sol

 


 

        Llegó una mañana de sol sereno y radiante. Era domingo y el viento mecía los árboles con lentitud, como si quisiera acariciarlos y no se atreviera por pura timidez. El jardín, sembrado de veredas, se abría cuajado de flores, árboles y plantas, y algún estanque plantado aquí y allá. Era como un puñado de vida dentro de la vida.

Aquella mujer pequeña y frágil, un mapa de sencillez en el rostro, fue recibida con sonrisas por la encargada y mano derecha del director, la señorita Encarnita Miralles, tan pulcra y remilgada como siempre, quien amablemente la acompañó, le mostró todas las dependencias y finalmente le asignó la habitación 33, situada en el tercer piso de la residencia. La habitación 33, confortable y acogedora, tenía vistas al jardín, una preciosa extensión que ocupaba toda la manzana, con deliciosas rotondas dispersas y bancos alrededor, donde los internos se reunían, paseaban, charlaban y recibían a sus visitas. Era un lugar tranquilo, un trozo de paz extraído a la ciudad.

        En cuanto la señorita Miralles —mirada seria y ternura oculta— terminó de mostrarle las dependencias de lo que sería su futuro hogar, le dio las explicaciones pertinentes y la dejó sola en la habitación 33, Aurora retiró la maleta, tomó asiento en la cama y sonrió tragándose un pequeño suspiro de complacencia. El primer pensamiento fue para su hija y le agradeció muy en el fondo todo lo que hacía por ella. Aquí estaré bien, se dijo a sí misma y le dijo a su niña en un murmullo. Su pequeña, su adorada pequeña, se encontraba muy lejos, demasiado lejos, ayudando a los desfavorecidos allá en tierras africanas. La verdad es que llevaba mucho tiempo fuera, demasiado pensó Aurora, pero era comprensible, debía hacer su vida, todos los hijos se desgajan, se alejan, vuelan solos, y las madres se quedan con las manos vacías y unas ansias rotas por dentro que nadie acaba de comprender pero que comen y devoran sin piedad. Y había que acallar esas ansias porque no tenía más remedio. Un adiós que dolía demasiado. Pero su querida Aurora, Aurorita, sería feliz, y eso era lo que realmente importaba.

        El sol se derramaba terso por las cornisas de la residencia.

        La habitación no era excesivamente amplia —cama, mesilla, armario, escritorio y silla, además de un pequeño baño— pero sí acogedora y el sol la transformaba en caricia. Abrió la maleta, colocó sus prendas en los cajones, las baldas y las perchas, se pintó los labios con un carmín rosa suave y se dispuso a dar un paseo por el jardín. ¡Qué preciosidad de lugar todo disfrazado de verde! La tarde la reclamaba a gritos y no podía dejar de acudir a su llamada. La carta a su hija quedaría pospuesta para la mañana siguiente.

        Despertó al abrigo de una luz tranquila que le hacía cosquillas en los brazos. Tras el desayuno en el comedor general situado en la primera planta, tomó asiento ante el pequeño escritorio de su habitación y comenzó a escribir. Fue a media mañana cuando apareció Charo, la enfermera encargada general, tan sencilla y tan discreta.

        Charo era joven, poco más de la treintena, rubia, guapa y recia, de mediana estatura, el pelo lleno de ricitos diminutos, la voz suave, el alma cantarina, con el candor paseando por sus ojos claros y la fuerza de las tormentas escondida en sus brazos. Charo guardaba un no sé qué inexplicable en su interior que la hacía especial. Dio la bienvenida a Aurora a su nuevo hogar, como solía hacer con todos los internos el día de su llegada, hablaron unos minutos y le indicó que allí estaba ella por si la necesitaba para lo que deseara, no importaba lo que fuera, y Aurora escuchó sus palabras con deleite, sonrió y continuó escribiendo y escribiendo una larga carta que le ocupó la mañana entera y los días siguientes.

        La luz reventaba a su alrededor.

        Le gustaba el lugar, le gustaba la zona, le gustaban las dependencias y le gustaba su habitación. Le parecía estar rodeada de nubes por todas partes, como un colchón blandito de felicidad. Lo que menos importancia tenía para ella eran sus compañeros de residencia, a los que empezó a conocer a lo largo de los días y a los que saludaba amablemente, pero con quienes no intimaría, estaba segura, dado su carácter retraído y su amor a la soledad. Prefería permanecer en su habitación o en el jardín, rodeada de sueños.

Una semana más tarde, con la luz siempre de amiga inseparable y el corazón encerrado en un puño de alegría, Aurora habló con Charo, la enfermera encargada de su planta, para entregarle un sobre y pedirle que echara al buzón una carta para su hija.

— Se llama Aurora, como yo. Está en África ¿sabes? —Añadió con la carta en la mano—. Ayuda a los más desfavorecidos. ¿No te parece una labor maravillosa?

Charo miró a Aurora con cierta extrañeza, pero recogió el sobre que le tendía sin decir una palabra. Una sombra oscura se paseó entre los dos cuerpos. Tal vez hubiera entendido mal al leer la ficha de aquella señora tan amable cuyos ojos oscuros parecían charcos de bondad, quizás se hubiera equivocado, tenía tanto trabajo y tantas cosas que atender que lo más probable es que se hubiera confundido. Miró el sobre y quedó aún más sorprendida. Un cuajarón de tinieblas paseó por su piel.

— Pero Aurora —arguyó Charo—, aquí has escrito el nombre de tu hija, Aurora Peláez Robledo, y África, pero nada más: no hay dirección. ¿Cómo va a llegar sin dirección?

Aurora sonrió al aire.

— Oh, cariño, no te preocupes por eso porque siempre llega                 —respondió con una sonrisa—, mis cartas siempre llegan a su destino.

Y sin prestar más atención, se dispuso a pintarse los labios para salir al jardín.

Charo quedó petrificada. No comprendía una palabra de lo que estaba sucediendo con aquella mujer dulce, pero prefirió callar y guardó el sobre en un bolsillo de su bata blanca. Ya investigaría a mediodía, al término de su jornada laboral, que fue lo que finalmente hizo con ayuda de Clara, la secretaria del centro, tan amable y complaciente como siempre. A instancias de Charo, Clara entró en el ordenador general de la residencia. Existía una ficha completa para cada interno y buscó.

Aurora Robledo Vega… 86 años… fecha de ingreso… natural de… provincia de… soltera… sin hijos… sin parientes vivos…

Charo introdujo su mano derecha en el bolsillo y palpó, más bien acarició, la carta que le había entregado Aurora esa misma mañana. Soltera… sin hijos… sin parientes vivos… Miles de campanillas tintinearon a su alrededor y entornó los ojos que se transformaron en rendijitas. ¿Quién era pues la persona a la que iba dirigida esa carta sin dirección? ¿A quién pertenecía el nombre escrito en el sobre? ¿Quiénes eran en realidad Aurora Robledo Vega, y su supuesta hija, Aurora Peláez Robledo? Una sombra de intriga paseó por sus pupilas y fue a posarse en el alféizar de la ventana, y la sombra jugueteó en sus labios y en su mente para acabar transformándose en una realidad muy palpable. Charo llevaba muchos años entre ancianos como para engañarse.

El sol continuaba horadando la mañana a modo de berbiquí ocasional.

Terminó su jornada laboral al mediodía y caminó lentamente hacia su casa, situada a unos quince minutos del edificio donde trabajaba. Durante el recorrido Charo pensó en Aurora, la nueva interna a su cargo, en su particular disyuntiva, tan igual y tan distinta a otras; en las cientos de vidas dulces y ajadas que pasaban y habían pasado por sus manos a lo largo del tiempo; en la vejez que contemplaba a diario, un ente de ojos oscuros y dientes afilados que segaba vidas con una facilidad pasmosa; en la luz que dejamos de percibir a medida que nos acercamos al final, y en tantas y tantas verdades, en ocasiones ignoradas, que la rodeaban día a día. No se había acostumbrado ni se acostumbraría nunca, pero así ocurría y ocurriría siempre, y nada podía hacer contra la Madre Naturaleza.

Cuando llegó a su hogar, la joven abrazó con un cariño especial a sus dos hijos, un niño y una niña de cinco y tres años respectivamente. Introdujo la carta de Aurora sin abrir en una carpeta azul y se dispuso a preparar la comida.

Unos días después, con un sol rabioso trasegando los cielos, Aurora entregó a Charo una nueva carta en las mismas condiciones que la anterior: sin señas, sin dirección y sin ningún otro dato más que un nombre y un continente. Y Charo no comentó nada y aceptó el sobre, que de nuevo fue a parar sin abrir a la carpeta azul, la que había bautizado como Cartas de Aurora. Y así, semana tras semana, mes tras mes, la anciana entregaba a Charo un sobre cerrado en el que probablemente explicaba un amor inventado a una supuesta hija, chorros y chorros de fantasía por doquier, y Charo imaginaba las caricias que le enviaría y todo el cariño que aquellas encerrarían, y guardaba las cartas con un encanto especial, como pequeños tesoros, sin leerlos ni tocarlos, en su carpeta azul. Una especie de cárcel de amor.

Una mañana de mayo también rabiosa de soles, tras varios meses de idas y venidas, intercambio de palabras, miradas y cartas arriba y abajo, lágrimas de felicidad y sonrisas de silencio, Charo pensó que ya era hora de contestar a tanto amor desperdigado y no correspondido, al fin y al cabo ¿por qué no?, y decidió responder como buenamente pudiera a aquellas cartas. Ignoraba si tenía derecho o no, pero consideró que un amor tan voraz, aunque fuera inventado, merecía una oportunidad. Se encerró en la cocina y escribió con su letra pequeña párrafos dulces cargados de sentimiento, expresando un cariño escondido y encerrado que por fin salía a la luz.

La primera vez que Aurora recibió respuesta de aquella hija que no tenía, no se extrañó, ni siquiera indagó ni preguntó, sino que creyó morir de alegría ante la llegada de una carta a su nombre. La anciana empezó a recibir aquellas misivas con un júbilo extraordinario, y se las leía y enseñaba a su enfermera como si fuera una niña. Semana tras semana ocurría el milagro y semana tras semana, Aurora era feliz.

La vida de ambas mujeres se transformó en una eterna sonrisa dando y recibiendo felicidad a partes iguales.

Transcurrieron dos años de paz y armonía.

Una mañana de sol —siempre una mañana de sol—, muchos meses después del ingreso de Aurora en la residencia, Charo entró como habitualmente hacía en la habitación 33, para saber cómo se encontraba una de sus internas favoritas, y la encontró dormida en la cama. El día había amanecido brillante, con el sol acariciando por todos los rincones, y era preciso aprovecharlo. Se retiró discretamente, volvió un par de horas después pero Aurora continuaba dormida, algo realmente extraño ya que solía ser madrugadora. La enfermera se aproximó a su cama, la llamó y no respondió. Sobre la mesilla reposaba un sobre blanco en el que podía leerse: Para Aurora Peláez Robledo, África. Fue la última carta destinada a su hija.

Charo contempló con tristeza el cuerpo sin vida de la pequeña mujer que tenía delante y se le escapó una lágrima sin sentirlo. Los sueños y la fantasía de aquellos meses se habían detenido para siempre en aquel instante: Ya no habría más cartas ni más respuestas, ya no habría más locura ni sueños, ni amores apretados, ni ilusiones desesperadas, la fantasía quedaría enterrada en aquella habitación por los siglos de los siglos. Allí permaneció quieta unos minutos como último homenaje. Eran ancianos, lo comprendía, de breve existencia a partir del momento que ingresaban allí, estaba claro, pero la historia sin igual de aquella mujer que tenía delante le había traspasado el alma y carcomido el sentido.

El silencio se hizo dueño del entorno durante un instante.

Comprendió que tenía poco tiempo antes de informar del fallecimiento de Aurora y empezó a buscar en el escritorio, en los cajones, en el armario. No había demasiados sitios donde ocultar unos cuantos papeles. Tras una breve búsqueda, allí estaban, en una caja de cartón sobre una de las baldas del armario, cartas, docenas de cartas atadas con una cinta azul, todas abiertas, todas leídas una y mil veces, supuso Charo, todas regadas con ese amor de madre oculto y exprimido que embargó a Aurora los últimos años de su vida. Con las palabras de su presunta hija —con las palabras de Charo realmente—, Aurora había rellenado durante aquel precioso tiempo los pozos ilimitados de su propia soledad. Y había sido feliz, muy feliz.

La enfermera recogió el paquete de cartas atadas con una cinta azul y las introdujo en una bolsa de basura vacía para poder sacarlas sin sospechas de la habitación 33. Nadie sabía de su existencia ni tendría por qué saber nada al respecto.

Por la tarde, ya casi de noche, Charo se abrió paso por la penumbra de la solitaria iglesia de la residencia donde el cuerpo de Aurora permanecería hasta la mañana siguiente. No había nadie. Tumbada en el ataúd, la anciana tenía la piel transparente, la boca fruncida y el signo de la muerte marcado en las mejillas. Charo avanzó con suavidad por el pasillo. Llevaba en las manos una carpeta azul con la totalidad de las cartas escritas y recibidas por Aurora, que depositó en el interior de su ataúd. Para ti para siempre, le dijo, para que sigas siendo feliz leyéndolas en la eternidad.

Antes de abandonar la iglesia, regaló a la fallecida un beso y un par de lágrimas. Adiós, Aurora, musitó, adiós en mi nombre y en nombre de tu hija inexistente. No sabías mi secreto y no lo sabrás nunca, pero lo importante, lo verdaderamente importante, es que fuiste feliz. Por eso hay quien dice que la ignorancia hace la felicidad.

A primera hora de la mañana, en un pequeño cementerio de la ciudad, dos únicas personas asistían al entierro de Aurora: un sacerdote un poco ajado y una enfermera con rostro de princesa de cuento. El sacerdote pronunció un breve responso y dos hombres fuertes descendieron el ataúd a las profundidades de la tierra. Charo, la enfermera, depositó un ramo de claveles blancos sobre la lápida. La sombra de una hija, inexistente pero más real que muchas fantasías, se movió entre los árboles del camposanto y desplegó una grandiosa sonrisa.

Fue una mañana de sol sereno y radiante.

 

©Blanca del Cerro

 

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